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Templo de Deir el-bahari

Templo de Deir el-bahari


La presente expresión árabe con que se conoce el enclave significa "el monasterio del norte" y deriva de una antigua comunidad copta que se había establecido en el templo de Hatshepsut, salvándolo de la destrucción completa. El valle, consagrado a la diosa Hathor y destinado a necrópolis ya a partir de la XI dinastía, fue luego abandonado, recobrando todo su esplendor quinientos años después gracias a la obra de la reina Hatshepsut.

Reconstrucción del complejo monumental de Deir el-Bahari. Toda la parte izquierda está ocupada por la necrópolis monumental de Mentuhotep I. Hacia la montaña se levantaba el gran Templo de Tutmosis III: tenía la fachada con una serie de columnas, una gran sala hipóstila elevada en el centro y, por último, el santuario tetrástilo; de todo el templo no quedan más que los cimientos y fragmentos de los hermosos bajorrelieves pintados, conservados hoy en el Museo de Luxor. Toda el área de la derecha está ocupada por el templo de la reina Hatshepsut. Consiste en dos inmensas terrazas que preceden a una tercera, sobre la que se yergue el templo propiamente dicho. De este complejo, en la reconstrucción, se muestran las dos últimas terrazas.


Templo de Deir el-bahari en Egipto


Antiguamente la primera terraza estaba cercada por pilónos y se accedía a ella tras recorrer una avenida de esfinges y obeliscos. El fondo de la misma está cerrado por un pórtico de pilares y columnas; en la pared del fondo, escenas de acarreo y erección de un obelisco. Una rampa lleva al segundo rellano donde, en el ángulo de la derecha, se levanta un hermoso pórtico de columnas protodóricas. La segunda terraza está cerrada por un pórtico formado por una doble hilera de pilares; en la pared, escenas de la vida de Hatshepsut describen su nacimiento y las expediciones que la soberana envió al misterioso país del Punt. En el ángulo noreste se observa el pequeño templo de Anubis, perfectamente conservado, con sala hipóstila y tres capillas.


Hacia el suroeste, internamente, el templete dedicado a la diosa Hathor, con dos salas hipóstilas contiguas y de columnas hathóricas; la segunda sala está decorada con la representación de las fiestas en honor de la diosa. Alfindo, excavada en la roca, la capilla con escenas de la reina adorando a Hathor en forma de vaca; en algunas escenas aparece el gran arquitecto Senenmut, creador del gran templo. Sobre la última terraza, todavía pórticos con pilares y una hermosa puerta casi intacta en el centro. Sigue un vasto patio con doble hilera de columnas todo alrededor. A la derecha, el templo solar de Ra-Horakhty; a la izquierda, la capilla dedicada a Tutmosis I, padre de la soberana; en el centro, el hipogeo de Hatshepsut con espléndidos bajorrelieves pintados que representan sacrificios de toros y antílopes.

Templo de Kom Ombo

Templo de Kom Ombo


Situada entre Edfu y Asuán, Kom Ombo es la antigua Pa-Sobek, es decir "la casa de Sobek", el dios cocodrilo venerado desde antes de la primera dinastía.


En Kom Ombo hay imponentes vestigios de un templo de planta única en su género: trátase en efecto de un templo doble, formado por dos tem­plos yuxtapuestos. El templo de derecha es dedi­cado a Sobek, el dios de la fertilidad, considerado también el creador del mundo; el de izquierda es dedicado a Haro-Eris, vale decir "Horus el Grande", el dios solar guerrero. También este templo fue construido por los Ptolo-meos, quienes una vez más readaptaron completa­mente un templo antiguo edificado por Tutmosis III.

TEMPLO DE KOM OMBO EN EGIPTO

Los dos templos estaban rodeados por una muralla con dos portales que se abrían hacia el Nilo. En la sala hipóstila, a más de dos hileras de columnas, había una hilera central que dividía los dos templos en forma muy original. Al contrario, los santuarios internos eran comple­tamente separados por medio de una doble pared.

Templo de Ramesseum

Templo de Ramesseum


Ramesseum es el nombre que se le dio en el siglo pasado al tem­plo complejo que Ramsés II mandó construir entre el desier­to y el pueblo de Gurnah. Al mismo Diodoro de Sicilia le había admirado la complejidad y la magnificiencia arquitectó­nica del edificio. Desgraciada­mente, sólo pocas ruinas quedan hoy del templo: los pilares de la fachada de la sala hipóstila, a los que se apoyan las estatuas que representan al faraón con los rasgos de Osiris (llamados por tanto pilares osiriacos) y, tal como un enorme gigante derri­bado, la estatua de sienita de Ramsés II sentado en su trono, que debía de medir entonces 17 metros de alto y pesar unas 1000 toneladas, y que hoy está hecha añicos.

Las decoraciones que adornan el templo relatan una vez más las hazañas del faraón contra los Hititas. Pero hay también escenas que ilustran las fiestas que se celebraban en el primer mes de verano, consagradas a Min, dios prehistórico de la fecundidad, en honor del cual el faraón debía sacrificar un toro blanco. En una de las murallas de la sala hipóstila hay otra decoración interesante e insólita, en que figuran los hijos y las hijas de Ramsés en procesión de doble fila, alineados según el orden de nacimiento. Al decimoctavo puesto está Mineptah, quien sucederá a Ramsés en el trono egipcio.

Templos egipcios

Templos egipcios


Hacia fines del tercer milenio a.C. se pierden los rastros del espléndido Palacio-castillo, sea como solución estéti­co-arquitectónica, sea como solución volumétrica de blo­que único con el sector destinado a vivienda del soberano y las dependencias de carácter público.

Con el segundo milenio las exigencias se vuelven más complejas; el impe­rio cada vez más vasto exige mayor prestigio e instrumen­tos directivos más articulados. Todo el palacio está ahora destinado a sede oficial del rey y de su corte. Sede del po­tente señor del mundo, del dios en la tierra, la mansión se vuelve similar a un templo.


Principales templos egipcios


La sala central es ahora una sa­la hipóstila, es decir, una "selva" de gigantescas columnas que conduce a la sala del trono, también columnada.


Al la­do se abren el "Salón de fiestas" y los locales accesorios para la corte y los servicios; delante, un gran atrio con co­lumnas o pilares. Toda la riqueza y la monumentalidad del conjunto se concentra en el eje que va desde el atrio de en­trada hasta la sala del trono. Todo está distribuido ahora como en el templo, donde en lugar de la sala del trono se encuentra la capilla de la divinidad.

Templo Abu Simbel

Templo Abu Simbel


A trescientos veinte kilómetros de Asuán, en el territorio de Nubia, se alza el templo de Abú Simbel, la más bella y más capri­chosa construcción del más grande y más caprichoso faraón de la historia egipcia: Ramsés II el Grande. En realidad, aunque es dedicado a la tríada de Amón-Ra, Harmakis y Ptah, el templo fue sólo construido para glorifi­car, a través de los siglos, la memoria de su constructor. El templo de Abú Simbel fue un desafío para los arquitectos del faraón, tal como lo fue unos tres mil años más tarde para los inge­nieros del mundo entero, que debían salvarlo de las aguas del Nilo.

En aquel lugar perdido del desierto de Nubia los 38 metros de fachada y 65 metros de pro­fundidad del templo fueron todos sacados de una sola masa rocosa. Una "multitud de obre­ros hechos cautivos a punta de lanza", a las órdenes del jefe de escultores, Piai (así recordado en el interior del templo), escul­pió la extraña fachada: cuatro estatuas colosales del faraón sentado en su trono (20 metros de alto, 4 metros de una oreja a la otra, labios de 1 metro de largo), que no son sólo los símbolos de los atributos de Ram­sés, sino también y principal­mente, las columnas que sostie­nen la fachada, alta 31 metros.


HISTORIA DEL TEMPLO ABU SIMBEL


Después de los labradores de piedra y de los escultores, los pintores pusieron mano a la obra; pero el tiempo ha borrado por completo las decoraciones que entonces debían de ofrecer una extensa gama cromática. Penetrando en el corazón de la montaña, se llegaba al santuario en que tenían su morada la tríada a la que el templo estaba consagrado y el mismo Ramsés. Es allí donde se realizaba el así llamado "milagro del sol". Dos veces al año, el 21 de Marzo y el 21 de Septiembre, a las 5 horas 58 minutos, un rayo de sol atra­vesaba los 65 metros que separa­ban el santuario del exterior e inundaba de luz el hombro izquierdo de Amon-Ra. Unos minutos más tarde el rayo cam­biaba de sitio, concentrándose sobre Harmakis. Allí se que­daba unos veinte minutos, para luego desaparecer; y es un hecho realmente singular que nunca la luz rozara a Ptah, que en efecto es el dios de la obscuridad. La decoración de las paredes del templo celebraba la gloria mili­tar de Ramsés II. El poeta Pentaur, agregado a la corte de Ramsés II, compuso un largo poema sobre la expedición del rey a Siria, cuyo texto jeroglífico está aún grabado en los muros de los templos gigantescos de Carnac y de Luxor.


En el curso de las largas guerras que sostuvo contra los Khetis, una tribu belicosa de Siria que combatía en carros y se había aliado con veinte pueblos veci­nos, demostró Ramsés frente a su ejército su excepcional valor guerrero.


Los hechos acaecieron durante el quinto año de su reinado. El rey, a la cabeza de sus tropas, avanzaba hacia la ciudad de Atech o Kuotchu, la antigua Emeso, al noreste de Trípoli de Siria.


Engañado por falsos prófugos (beduinos que el príncipe de los Khetis empleaba como espías), cayó en una emboscada y viose de repente rodeado por el ejér­cito enemigo. Ramsés quedó solo con su guardia personal, compuesta por sesenta y cinco carros, frente a una multitud de enemigos que contaban con más de dos mil carros de guerra. "Entonces", dice el poeta cele­brando la gloria de su señor, "irguiéndose en toda su esta­tura, el rey viste la fiera arma­dura de combate y con su carro tirado de dos caballos lánzase en lo más recio de la contienda. ¡Estaba solo, muy solo, sin nadie junto a él!... Sus soldados y su séquito le miraban desde lejos, en tanto que atacaba y defendíase heroicamente. ¡Le rodeaban dos mil quinientos carros, cada uno con tres guerre­ros, todos apremiándose para cerrarle el paso! ¡Solo e intré­pido, no le acompañaban ni príncipes, ni generales, ni solda­dos!...".

Museo de El Cairo



Museo de El Cairo


El imponente edificio en el que está instalado el Museo Egipcio de El Cairo, en Midan el-Tahrir, fue proyectado por el arquitecto francés Marcel Dourgnon. El Museo reú­ne hoy la colección de arte egipcio más importante del mundo.


El interés de los europeos por las antigüedades egipcias empezó a despertarse a partir del siglo XVIII: la campaña napoleónica y los dieciocho volúmenes de la "Descripción de Egipto" publicados entre 1809 y 1816 dieron un enfo­que rigurosamente sistemático al estudio de la civilización egipcia y aumentaron los apetitos de aquellos que ya habí­an empezado a coleccionar objetos antiguos.


Entre los primeros coleccionistas de objetos egipcios fi­guran los agentes consulares de los distintos países euro­peos acreditados en Egipto a principios del siglo XIX., quienes luego vendieron las valiosas piezas a los grandes museos egiptológicos de Europa, como los de Turín (Ita­lia), París, Londres y Berlín.


Museo de El Cairo en Egipto

Para el patrimonio artístico y arqueológico del país se trataba de un grave e irreparable daño: tanto que ya en 1830, un estudioso de la talla de Champollion aconsejó a Mehemet Alí la institución de un servicio oficial que tute­lase y conservase los monumentos. Este permisivismo pa­reció cesar en 1834, cuando a orillas del lago Ezbekiah se fundó un primer museo y los objetos empezaron a ser ca­talogados. Este primer núcleo fue pronto trasladado a una sede adecuada, emplazada en la Ciudadela de El Cairo: eran todavía tan pocos los objetos hallados, que fueron reunidos en una sola sala. Aquí los vio, en 1855, el archi­duque Maximiliano de Austria, de paso por El Cairo, quien le pidió al jedive Abbas que le regalara algunas pie­zas antiguas: el soberano le donó todo lo que esa sala con­tenía. Y fue así que el primer Museo Egipcio de El Cairo, el original, se puede admirar hoy... en Viena.


El 1º de junio de 1858 Auguste Mariette, uno de los di­rectores del Museo del Louvre, enviado a Egipto a recoger antigüedades, fue nombrado Director de las excavaciones. Las numerosas presiones sobre el jedive Said para que protegiese los monumentos egipcios, así como el apoyo influyente del cónsul general de Francia y de importantes hombres de negocios de ese país, hicieron que se le con­cediese a Mariette el uso de la vieja sede de una compañía de navegación fluvial emplazada en Bulak, un arrabal de El Cairo. El arqueólogo francés fundó allí el Museo Na­cional, el primero del Oriente Medio: la inauguración ofi­cial tuvo lugar el 18 de octubre de 1863. En 1891 las co­lecciones fueron trasladadas al Palacio de Gizeh y por úl­timo, en 1902, a este Museo donde todavía hoy se encuentran.

Museo de Luxor

Museo de Luxor


Creado recientemente, el Museo de Luxor conserva numerosas obras interesantes. La más curiosa es la reconstrucción de una pared de 18 metros pertene­ciente a un templo hecho cons­truir en Tebas por Akhen-Atón

Los doscientos ochenta y tres bloques de que consta llenaban el entrepaño del noveno pilón del templo de Amón en Carnac. Su decoración comprende cien­tos de pequeñas escenas que representan trabajadores de los campos, artesanos atareados en quehaceres varios, el rey y la reina Nefertiti adorando el Sol.


A la entrada del museo se puede admirar en una vitrina la repro­ducción de una elegante cabeza de buey de madera dorada.

Valle de las Reinas

Valle de las Reinas


El Valle de las Reinas, cuyo nombre moderno es Bibán el-Harim, está situado a cerca de un kilómetro y medio del Valle de los Reyes. Comprende unas ochenta tumbas, todas muy dañadas y algunas con rastros de incendio o transformadas en establos.


Las tumbas datan por lo general de 1300 a 1100 a. de J.C., época que corresponde a la XIX y a la XX dinastías. Se llega al Valle, que es un poco más abierto que el de los Reyes, a través de un desfiladero flan­queado de estelas conmemorati­vas de las expediciones de Ramsés III. Grabadas en las rocas, a la redonda, hay oracio­nes dedicadas a Osiris y Anubis.

Tumba de la reina Titi:

Un tiempo transformada en establo para borricos, la tumba de la reina Titi, esposa, según se cree, de un faraón de la XX dinastía, conserva hermosas pinturas en delicados matices rosados.

Valle de los Aritfices

Valle de los Aritfices


Con el nombre de Deir el-Medina se indica generalmente el valle en que surgen el pueblo y la necrópolis de los constructo­res y decoradores de las tumbas reales de Tebas. Trátase de los labradores de piedra, albañiles, pintores, escultores que todos los días acudían a la necrópolis por un camino que atravesaba los cerros de Deir el-Bahari, en tanto que sus mujeres quedá­banse en el pueblo cultivando el trigo y la cebada.

Las cuadrillas de obreros eran dirigidas por superintendentes (arquitectos o artistas de las varias ramas). Los pintores estaban divididos en dos grupos: los que trabajaban a las paredes derechas de las tumbas y los que trabajaban a las paredes izquierdas.


Las habitaciones de estos obre­ros eran más bien sencillas. Estaban hechas de ladrillos cru­dos, con las paredes internas enjalbegadas. De dimensiones muy modestas, constaban de una pequeña entrada, un cuarto y una cocina. A veces, pero muy raramente, había también un sótano y una terraza.

Valle de los Nobles

Valle de los Nobles


Las tumbas de los grandes dig­natarios de las dinastías del Medio Imperio están esparcidas en tres territorios contiguos: Asasif, Kokah y Cheik Abd el-Gurnah.


Sus principales carac­terísticas son su extrema simpli­cidad arquitectónica (en compa­ración con las tumbas reales) y una iconografía fresca y ani­mada.


VALLE DE LOS NOBLES EN EGIPTO


Además estas tumbas nos proporcionan preciosos testi­monios, según las funciones y los encargos de los varios digna­tarios, sobre cómo se desarro­llaba la vida de corte en el antiguo Egipto.

Tumba de Kiki:

El "Intendente Real" Kiki fue sepultado en esta tumba, más tarde dejada en abandono y transformada en establo. En uno de los muros está represen­tado el viaje de los restos morta­les del difunto a Abidos. Obsér­vense las plañideras que se lamentan y los esclavos que lle­van tablas sagradas con ofrendas.

Valle de los Reyes

Valle de los Reyes


En las sierras que se extienden al sur de Tebas se abre un sin nú­mero de pequeños valles, el más célebre de los cuales es el Valle de los Reyes, o Valle "de las tumbas de los reyes de Bibán el-Muluk".

Era antaño un desfiladero perdido, una quebrada oculta en medio de las anfractuosidades rocosas; hoy tiene vías de más fácil acceso, pero aún conserva intacto su misterioso poder de fascinación.


Comienza su historia por la decisión improvisa de un fa­raón, Tutmosis I, de separar su tumba del templo funerario y rehusar un monumento sepul­cral fastuoso prefiriendo un lugar secreto, así interrumpiendo una tradición de 1700 años. Su arquitecto, Ineni, excavó para el soberano un pozo en aquel valle solitario y para la sepultura destinó una cámara al final de una empinada escalera tallada en la roca. Fue ésta la planta que adoptaron más tarde todos los otros faraones.

Sin embargo, el reposo de Tut­mosis, como el de los reyes que le siguieron, no duró largo tiempo y la historia del Valle de los Reyes está toda hecha de robos y rapiñas nocturnas a la luz de antorchas. No tratábase tan sólo de ladrones, que ya en la época de los faraones habían organizado saqueos para apode­rarse de alhajas y tesoros, sino también de subditos fieles que, temerosos de que su soberano no estuviera a salvo, lo llevaban a escondidas de una tumba a otra. ¡Fue así como Ramsés III fue sepultado tres veces seguidas!




VALLE DE LOS REYES


Casi todos los pobladores de Gurnah vivían del comercio de las antigüedades robadas. Ya desde el siglo XIII a. de J.C. el saqueo de las tumbas había lle­gado a ser un oficio que el padre transmitía a sus hijos.


En aquel pueblo la familia de Abdul Rasul guardaba un secre­to: la ubicación de una tumba anónima y solitaria, en que esta­ban reunidos los sarcófagos de treinta y seis faraones. Fue sólo en 1881 que el lugar fue revelado después de un largo interrogato­rio y el vicedirector del Museo del Cairo fue conducido a la entrada del pozo. Es difícil ima­ginarse lo que experimentó el sabio cuando la antorcha alum­bró los restos mortales de los grandes faraones de la Antigüe­dad, allí colocados sin orden alguno. A su vista aperecieron Amosis I, Amenofis I, Tutmosis III y Ramsés II. Una semana más tarde doscientos hombres embalaron los sarcófagos y los bajaron por el valle hasta el río, donde esperaba un barco que debía llevarlos al Museo del Cairo. Aconteció entonces un hecho admirable y conmovedor: al anuncio que los faraones abandonaban su sepulcro secu­lar, juntáronse los campesinos y sus esposas en las orillas del río y al pasaje del barco rindieron homenaje a sus antiguos sobera­nos, los hombres disparando salvas al aire y las mujeres can­tando lamentaciones y cubrién­dose la cara de polvo.


Tumba de Ramsés IX:

La tumba es muy interesante por su decoración pictórica de escenas inspiradas en el "Libro de los Muertos", las "Litanías del Sol" y el "Libro de la Duat".


Tumba de Ramsés VI:

De dimensiones reducidas, tiene una pared superior muy her­mosa, en que figuran los dos hemisferios celestes y los dioses estelares en procesión, siguien­do los barcos solares que nave­gan en el Nilo celeste.

Valle Deir El-Bahari

Valle Deir El-Bahari


Mil doscientos años después de Imhotep, he aquí aparecer otro arquitecto en la historia egipcia, Senen-Mut, y surgir otra obra maestra. La reina Hachepsut, más inclinada a proteger las artes que a conducir campañas militares, mandó construir un monumento funerario para su padre Tutmosis I y para sí misma. Eligió para ello un valle inaccesible, antaño consagrado a la diosa Hathor y luego aban­donado. La genial intuición de su ministro y arquitecto fue la de aprovechar en todo su dramático esplendor el escenario de rocas que se alza al fondo del valle. La concepción del monu­mento era nueva, revoluciona­ria.


Se alcanzaba al santuario a través de un conjunto de terra­zas unidas por rampas una a otra. Una avenida flanqueada por esfinges y obeliscos permitía acceder a la primera terraza, cerrada al fondo por un porche del que salía una rampa que iba a la segunda terraza, ella tam­bién cerrada por un porche. En una de las paredes aún quedan hermosos bajorrelieves con escenas del nacimiento y de la niñez de la reina, y de la expedi­ción, militar que la soberana organizó en el misterioso país de Punt. Debía de tratarse de alguna región de África central, por las jirafas, monos, pieles de leopardo y objetos de marfil que allí están representados.


VALLE DEIR EL-BAHARI EN EGIPTO


El otro lado del valle, a la izquierda, estaba ocupado por el gigantesco templo funerario de Montu-Hotep I. En efecto, qui­nientos años antes que decidiera Hachepsut construir su templo en aquel lugar, el faraón Montu-Hotep I había tenido la misma idea, mandando erigir una tumba que en general aún se adhería a las reglas del Antiguo Imperio pero en cierto respercto anticipaba las del Nuevo Im­perio.


Más tarde el templo de la reina Hachepsut fue transformado en un convento cristiano llamado "el convento del norte", el que dio al lugar su nombre actual (Deir el-Bahari). Gracias a la instalación del convento el tem­plo faraónico quedó protegido de una degradación ulterior.

La Esfinge

La Esfinge


A unos trescientos cincuenta metros de la pirámide de Keops se encuentra la gran Esfinge, Abu el-Hol en árabe, que quiere decir "padre del terror". Con sus 73 metros de largo, es la colosal representación de un león con cabeza humana. Hay quien cree que es el retrato del faraón Kefrén que monta la guardia de su tumba.


LA ESFINGE EN EGIPTO

Al princi­pio el nombre de la Esfinge era Horem Akhet, vale decir "Horus está al horizonte", del que los Griegos derivaron la palabra Harmakis. En el curso de los siglos varias veces ha sumergido la arena a la Esfinge, sólo dejando a descubierto su cara enigmática de cinco metros de alto; y cada vez los hombres la han libertado. La restauración más célebre fue la que llevó a cabo Tutmosis IV, quien en sueño recibió del dios Harmakis la orden de sacar la Esfinge de la arena.

En cuanto a los destrozos que se observan en la cara del mítico hombre-animal, ellos son en parte obra de la erosión del viento y en parte de los cañona­zos de los Mamelucos, que allí se ejercitaban en el tiro al blanco.

El Rio Nilo

El Rio Nilo


El Nilo se extiende por 6.500 kilómetros, desde la re­gión de los grandes lagos africanos hasta el Mediterrá­neo. Sus fuentes quedaron desconocidas hasta el siglo XIX: hoy día han sido identificadas con el río Nyava-rongo, un afluente de otro río que desemboca en el la­go Victoria.

El Nilo se dirige hacia el norte atravesando inmensas sabanas ricas de bosques y aguazales, luego recoge por la izquierda las aguas del Bahr el-Ghazal (río de las Gacelas) que procede de las regiones del Darfur y del Congo, y por la derecha las del río Sobat, del Nilo Azul (Bahr el-Azrak) y del Atbarah, que bajan de las mesetas abisinias. Choca luego con la barra calcárea del Sahara e, interrumpido por las cataratas en su cur­so quieto y regular, se dirige lentamente hacia el Medi­terráneo sin recibir ningún otro afluente. Egipto pro­piamente dicho no es sino la parte septentrional de este valle, que se extiende en sentido longitudinal desde la catarata de Asuán hasta el mar. De Asuán a las ruinas de Tebas se estrecha el valle, cerrado a los lados por montañas rocosas; pero de Tebas a El Cairo se hace notablemente más ancho.


El rio Nilo en Egipto


En El Manach el Nilo se di­vide en dos ramas, la principal de las cuales es la orien­tal, que más se asemeja a un lago sinuoso que a un ver­dadero río, salpicado de numerosos islotes, las orillas moteadas de datileras, acacias, sicómoros o cubiertas de campos de cebada, de trigo y de alfalfa. Tan pronto el Nilo se deja atrás El Cairo, también desaparecen las montañas que hasta entonces le habían acompañado. Los montes arábicos y líbicos se alejan progresivamen­te hasta perderse a lo lejos, los unos en los confines del Mar Rojo y los otros en el litoral del Mediterráneo, al oeste de Alejandría. En el Delta, vasta planicie de for­ma triangular, numerosos canales unen la rama de Re-chid (Roseta) con la de Damieta (o Dumiat).


Todos los años, después de las lluvias torrenciales que azotan las montañas de Etiopía y las regiones de los la­gos ecuatoriales, el Nilo va hinchándose hasta desbor­dar e inundar todo el valle en pocos meses. A fines de abril la crecida alcanza la capital del Sudán, Jartum, y a través de Nubia, llega a Egipto propriamente dicho entre fines de mayo y principios de junio. Hasta octu­bre el Valle está cubierto por la benéfica capa de limo depositada por la crecida, la que se retirará completa­mente sólo a principios de diciembre. Esta inundación periódica ha permitido a Egipto poseer una flora y una fauna muy ricas. Crecen en el país árboles maderables, numerosas especies de acacias y de sicómoros, tupidos bosques de palmeras y muchas plantas acuáticas, co­mo el papiro y el loto. El Nilo y sus lagos son muy ri­cos de peces. Ya en el tiempo antiguo conocían los Egipcios la mayor parte de los animales domésticos; y, por el contrario, hay muchas especies de animales sal­vajes que han desaparecido en el curso de los siglos. No hay más leones ni grandes felinos, como el leopar­do y la onza; y el hipopótamo no vive más en el Delta, ya desde fines del siglo XVI, refugiándose con el coco­drilo más allá de las cataratas desde que aparecieron los botes de vapor. Sin las crecidas del Nilo todo el va­lle egipcio sería un estéril desierto y por eso vale hoy todavía lo dicho por el gran Herodoto, que "Egipto es un don del Nilo".

Isla de Filae

Isla de Filae


En medio de un escenario evoca­dor de rocas graníticas, la isla sagrada, dominio de la diosa Isis, alza sus columnas y sus pilares hacia el cielo apacible, y por ello el espectador tiene la impresión de encontarse frente a un paisaje irreal.


El templo de Filae es, con el de Edfu y el de Dendera, uno de los tres tem­plos ptolemaicos mejor conser­vados. Una vez construido en 1904 el primer embalse de la primera catarata, el templo quedó su­mergido por las aguas del Nilo durante casi todo el año. Sólo podía visitarse en el mes de Agosto, el solo período en que abríanse las esclusas para evitar la presión excesiva de la crecida.


ISLA Y TEMPLO DE FILAE


Al momento de construir la gran presa de Asuán, el templo fue desmontado, transportado y vuelto a montar como antes, pero en la isla Egelika, 150 metros más al norte. El culto de Isis en la isla de Filae databa de tiempos muy remotos. Por tra­dición, todo Egipcio debía hacer una romería a Filae al menos una vez al año. Filae es la más pequeña de las tres islas en que termina al sur el grupo de rocas que forman la primera catarata. Mide 400 metros de largo por 135 de ancho. El conjunto monumental del santuario dedi­cado a la diosa está concentrado al sur de la isla, pues los antiguos Egipcios creían que la milagrosa y beneficiosa inundación del Nilo tenía comienzo en aquel lugar.

En 535, cuando Justiniano terminó de evangelizar Nubia, el obispo Teodoro transformó el templo en una iglesia consa­grada a San Esteban.


La punta sur del islote está ocu­pada por el templo de Necta-nebo I, en forma de pequeño pabellón sostenido por catorce columnas hatóricas. También a Nectanebo I se debe la construcción del primer pilón del templo de Isis, cuya parte inferior está decorada con una gran escena que representa al faraón Ptolomeo XIII ofreciendo en sacrifi­cio enemigos cautivos a los dioses Hathor y Horus.

Isla de Sehel

Isla de Sehel


La primera catarata del Nilo queda a pocos kilómetros de Asuán. Es una amplia extensión de aguas turbulentas, de remoli­nos impetuosos de los que emer­gen numerosas rocas e islotes.

En este minúsculo archipiélago es interesante visitar la isla de Sehel, en que enormes bloques de granito apilados sin orden alguno están cubiertos de imá­genes e inscripciones, algunas de las cuales datan de la VI dinastía y otras alcanzan a la época pto-lemaica.

Estos grabados conme­moran el pasaje de los varios funcionarios reales.

El pueblo de Abidos

El pueblo de Abidos


En la orilla occidental del Nilo se encuentra el pueblo de Arabat el-Madfurnah, literalmente "Arabat el enterrado", así lla­mado porque la arena ha casi del todo sepultado la mayor parte de sus monumentos. Abidos es el nombre que le dieron los Grie­gos a la antigua ciudad de Tis, cuna de las más antiguas dinas­tías y ciudad santa dedicada al culto de Osiris.

El mito de Osi-ris, cuyo centro de difusión fue también el santuario de Busiris (el nombre original Pa-Uzir sig­nifica "casa de Osiris"), alcanzó en Abidos las condiciones más favorables para su plena expre­sión, bien sea a través de la cons­trucción de importantes monu­mentos, o porque era un lugar de romería que todo Egipcio debía visitar al menos una vez en su vida. En el santuario de Osiris se conservaba la más importante reliquia del dios: su cabeza. Según la leyenda, el dios Set mató a su hermano Osiris y des­pedazó su cuerpo en varias par­tes (trece según algunos, cuaren­ta y dos según otros), desparra­mándolas por todas las provin­cias de Egipto.


EL PUEBLO DE ABIDOS EN EGIPTO


La diosa Isis, esposa del difunto, logró reco­brar todos los pedazos y juntar­los en el Osireión de Abidos, menos uno, el falo, tragado por un pez en el lago Menzaleh, cerca de Port Said. Por la fuerza de su amor, Isis pudo resucitar a su esposo, cuyos ojos se abrie­ron y emanaron un rayo con que concibió Isis a su hijo Horus. Es ésta una leyenda que, al menos en lo que atañe al asesinato de Osiris por mano de su hermano, recuerda muy de cerca el episodio de Caín y Abel al principio de nuestra historia sagrada.


Actualmente sólo quedan pocos vestigios del santuario y de la antigua ciudad, en la que todo Egipcio piadoso ambicionaba tener un día su capilla fúnebre o por lo menos una estela conme­morativa. Por el contrario, lo que muy bien se ha conservado y goza hoy de gran renombre por las hermosas pinturas que lo adornan es el palacio de Seti I, el Memnonium, el mismo que Estrabón menciona y define "un palacio admirablemente cons­truido". Fue Augusto Mariette quien dirigió las excavaciones de este palacio, edificado para recordar la romería de Seti I a Abidos. Su construcción, conti­nuada por Ramsés II, hijo de Seti I, no fue sin embargo nunca concluida.

Inmortalidad del alma

Inmortalidad del alma


Todos los libros que tratan de la vida futura, demues-tan con evidencia que la base principal de las creencias de los antiguos Egipcios era la inmortalidad del alma. Así, tanto las pirámides como las mastabas y las tum­bas de los valles fueron todas construidas para alber­gar el alma del difunto. El Ka no es sino el espíritu uni­versal o cuerpo psíquico que anima todo ser.


INMORTALIDAD DEL ALMA EN LA RELIGION EGIPCIA


El cuerpo físico es para la tierra, y el alma es para el cielo; y la humanidad se identifica con su propia conciencia. Tras la muerte terrestre, el alma viene a envolver a la momia transformándose en su Ka, es decir su doble; al paso que el espíritu se transforma en espíritu astral y ambos, Ka y Ba, se unen por medio del cordón de Osiris, espíritu superior, para formar un espíritu solo. Tres substancias, pues, en un solo cuerpo.

Numerosos frescos que representan la inmortalidad del alma y otras escenas religiosas han sido hallados en las casas en que vivían los faraones; y muchas pinturas y decoraciones en los monumentos funerarios y en las tumbas simbolizaban la sobrevivencia del difunto en el otro mundo, o sea la vida eterna. Y por ello eran lla­madas "casas de la eternidad".


También la cruz ansata, o "ank", simbolizaba la vida futura con los tres atributos de paz, felicidad y serenidad.

La peninsula del sinai

La peninsula del sinai


Hace aproximadamente veinte millones de años Egipto, el Sinaí y la península arábica estaban unidos en un bloque único. Luego, enormes revolvimientos terres­tres llevaron a la repartición de las tierras y la penínsu­la meridional del Sinaí, quedó aislada originando dos golfos: a oeste el golfo de Suez, cuya profundidad má­xima es de sólo 95 metros y a este el golfo de Aqaba, que alcanza los 1800 metros.


Este último pertenece a la gran hendedura terrestre — llamada Rift — que de la cadena del Touro se extiende hasta Kenia. La gran actividad sísmica del pasado y los tremendos fenómenos eructivos dieron al Sinaí meridional su huella ca­racterística: las montañas que se erigen allí tienen altu­ras que van de los 750 metros a los 2500 metros; sus cumbres más importantes son el Gebel Musa (Monte de Moisés) que tiene 2285 metros de alto y el Gebel Katrin (Monte de Santa Catalina) que alcanza los 2642 metros, siendo el más alto de la península.

La costa oriental, la que desde Sharm el Sheikh y Ras Mohammed llega hasta Taba, se contradistingue por las numerosas barreras coralinas que se subsiguen una tras otra.

Egipto , Misterios y Pirámides

Egipto , Misterios y Pirámides


Grandes Civilizaciones: Egipto

Grandes Civilizaciones: Egipto



La necropolis de Tebas

La necropolis de Tebas


Con el extraordinario desarrollo artístico, técnico y reli­gioso del que era partícipe, es natural que - ya desde los orígenes - el hombre egipcio se haya planteado, como te­ma central de su vida, el de su identidad y de su relación con el universo. Su pensamiento se funda sustancialmente en el dualismo, o mejor dicho, en un dualismo que co­mienza a manifestarse en la unidad y se cumple en la tri­nidad.


A partir del tercer milenio toda la creación es concebida como compuesta de materia y espíritu en diferente medi­da: en un extremo hallamos el mundo de la materia inerte, y en el otro el del puro espíritu. Así, el reino de la Tierra está en el extremo opuesto al reino del Cielo, y todo en­cuentro entre el hombre y el otro reino determina la enti­dad real y la vitalidad de cada individuo. Por lo tanto, el manifestarse de cada criatura, de cada cosa, se debe al Ka, es decir, al soplo divino que el gran dios Ra infunde en la materia inerte. Todo ello es una repetición eterna del ins­tante en que el Absoluto toma conciencia de su propia imagen y pronuncia las palabras sagradas "¡Ven a mí!". Así la piedra, la montaña, el Nilo, el mar, Egipto mismo, se distinguen por su Ka y participan de la divinidad gra­cias a él, gracias al dios que es causa y manifestación de su mismo ser.


En el hombre, punto central de la creación, microcosmos entre la tierra y el cielo, se verifica el mismo proceso uni­versal. En efecto, el dios Khnum, artífice de la raza huma­na, plasma dos figuras idénticas: el Khet que es la materia inerte, el cuerpo humano; y el Ka que es el soplo divino, el cuerpo espiritual. De esta superposición, que da vida a to­da criatura humana, nace el Ba, principio vital del ser hu­mano; es decir, nace la conciencia de sí mismo, la volun­tad propia distinta de la del Creador. El milagro de la cre­ación se repite, como acto de conciencia en el hombre, que se convierte así en la única criatura dotada de voluntad y de conciencia propias; responsable, por lo tanto, de sus propias acciones.


La particular visión del hombre egipcio, en esta relación inmanente y trascendental, es que su vida y sus acciones no están separadas del todo, porque junto con su alma ac­túa paralelamente el Ka, su doble divino, el "testigo que está en la barca de la verdad"; por ello, sus acciones for­man continuamente parte de la vida universal.


Ubicacion de a necropolis de Tebas


En este orden cósmico el Ka, hombre-espíritu, determi­na también el campo de acción, el tipo de vida al que el hombre-alma tiene que dar su contribución, desarrollando su propia personalidad según los designios divinos.


Todo el pueblo egipcio se identifica así con la imagen de una inmensa pirámide, donde cada peldaño es el campo de acción de cada individuo y el vértice es el campo de acción de su rey. De modo que las obras de cada uno se convier­ten en causa y sostén de las del faraón y, a su vez, el fara­ón se convierte en mediador entre el mundo finito y el mundo infinito.


La armonía universal es continua entre el mundo de esta vida y el de la otra. Porque el Ka del pueblo egipcio no es temporal, sino eterno, así como la pirámide terrestre se continúa con la celestial; y la sociedad formada sobre esta tierra nace como proyecto de la realidad divina que tiene su conclusión en el cielo. El faraón se convierte en garan­te de esta redención total, y su acción de padre absoluto y protector continúa incluso después de la muerte, de suerte que dirigiéndose a todos aquellos que viven todavía en el sufrimiento y en la miseria, exclama: "¡Abrid vuestros bra­zos, oh criaturas nacidas de la palabra de Dios, porque a aquél que cae yo lo levantaré, a aquél que llora yo lo con­solaré... haré todo lo que me ha concedido el Señor, que es bondadoso!".


En el tercer milenio predomina el concepto que la socie­dad terrestre es directa expresión de los planes divinos; por lo tanto, el Ka del faraón se convierte en fuerza que arrastra hacia la inmortalidad, y la pirámide terrestre se refleja exac­tamente en la divina. En el segundo milenio el Ba adquiere mayor importancia incluso para el faraón, y el juicio divino se extiende a todos los hombres. La vida pierde así el mis­terio de un rito y asume el significado de una misión que hay que cumplir; los tratados morales ya no son más la re­gla del saber vivir, sino que se convierten en condiciones necesarias para superar la gran prueba, credenciales para asegurarse el Más Allá. Con el debilitarse de la cohesión so­cial y de la tranquilidad económica, la búsqueda de las cre­denciales morales y la visión de un posible premio a las pro­pias acciones se vuelven cada vez más inciertas y angustio­sas, porque la definitiva victoria del bien sobre el mal, es de­cir, de la vida sobre la muerte, ya no se garantiza más, ni si­quiera a los potentes. Incluso el faraón se convierte en uno de los tantos hombres corroídos por la duda de que la mo­mia ya no es más la crisálida que se abre a la vida eterna, si­no el único anclaje a una larva de vida desconocida. "Las tumbas de los grandes constructores - dice el descorazona­do egipcio - han desaparecido. ¿Qué ha pasado con ellas? He escuchado los dichos de lmhotep y de Hergedef conver­tidos en normas y consejos imperecederos, pero ¿que ha su­cedido con sus tumbas? Los muros se han derrumbado y las tumbas ya no existen, como si ellos no hubieran existido nunca. No hay nadie que regrese del Más Allá y nos hable de ellos, que tranquilice nuestros corazones hasta que al­cancemos el mundo al que se han ido. Corazón mío, alé­grate, sólo el olvido te dará la serenidad".


En tanta incertidumbre, un breve paréntesis lo constitu­ye el reinado de Akhenatón: el faraón, con la religión de la igualdad, del amor y del contacto directo con la divinidad, les devuelve a los hombres la esperanza en la redención universal. Seiscientos años más tarde, en la época saita (666-524 a.C), la alta espiritualidad egipcia palpita toda­vía en la conquistada conciencia individual, en la igualdad de los hombres ante Dios y en una renovada confianza en la providencia divina. Son los últimos destellos de la pro­funda religiosidad antigua, que se repercutirá con lumino­sísimos reflejos en el pensamiento de los pueblos que van creciendo en torno a Egipto: los pueblos de Grecia y Pa­lestina.