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La religion egipcia

La religion egipcia


Las representaciones de numerosas divinidades halla­das en los antiguos monumentos de Egipto han dado origen a un gran equívoco en lo que a la religión de los primeros egipcios se refiere. La religión del antiguo Egipto, que pudiera creerse politeísta, era en realidad monoteísta, al igual que todas las grandes religiones del mundo; y hoy día todos concuerdan en considerar a las múltiples divinidades de los templos egipcios co­mo simples atributos o intermediarios del Ser supre­mo, es decir del único Dios, el solo reconocido y ado­rado por los sacerdotes, los iniciados y los sabios que en el templo tenían su morada.

En la cúspide del pan­teón egipcio estaba un Dios único, inmortal, increado, invisible y oculto en las más inaccesibles profundida­des de su íntima esencia. Engendrado por sí mismo desde la eternidad, concentraba en sí todos los atribu­tos divinos. En Egipto, pues, no se adoraban muchas divinidades sino, con el nombre de un dios cualquiera, al Dios sin forma ni nombre. La idea dominante era la de un Dios único y originario, y así lo definíban los sacerdotes egipcios: El que nace de sí mismo, el Prínci­pe de toda forma vital, el Padre de los Padres, la Madre de las Madres; y también decían que "de El nace la esencia de todos los otros dioses", y que "es por Su voluntad que resplandece el sol, la tierra está separada del firmamento y la armonía reina sobre la creación". Sin embargo, para hacer más comprensible al pueblo egipcio la creencia en una sola divinidad, los sacerdo­tes expresaron por medio de representaciones sensibles sus atributos y sus varias personificaciones. La imagen más perfecta de Dios era el Sol, con sus tres atributos principales de forma, luz y calor. El alma del sol fue llamada Amón, o Amón-Ra, que significa el "sol ocul­to". Padre de la vida, todas las otras divinidades son tan sólo miembros de su cuerpo.


Cabe ahora hablar de la famosa tríada egipcia. Según relatan los maestros de esta antigua teogonia, el Ser su­premo, si es único en su esencia, no es tal en su perso­na. No nace de sí mismo para engendrar, sino que en­gendra en sí mismo y es de vez en vez Padre, Madre e Hijo de Dios, y ello sin salir de sí mismo. Estas tres personas son "Dios en Dios" y no dividen la unidad de la naturaleza divina, sino que concurren las tres a su infinita perfección. El Padre representa la energía creadora y el Hijo, siendo un desdoblamiento del Pa­dre, confirma y manifiesta sus eternos atributos. Cada provincia egipcia tenía su propia tríada, y todas las tríadas estaban estrechamente unidas las unas con las otras, de modo que la unidad divina no resultaba menoscabada en absoluto, así como la división de Egipto en provincias no menoscababa la unidad del poder central. La tríada principal, o gran tríada, era la de Abidos y comprendía a Osiris, Isis y Horus. Era la más popular y la más venerada en todo Egipto, pues Osiris era la personificación del Bien y era comúnmen­te llamado el "Dios bueno". La tríada de Menfis com­prendía a Ptah, Sekhmet y Nefertum; la de Tebas a Amón, Mut y Khonsu.


Caracteristicas de la religion egipcia


Sin embargo, la trinidad no es el único dogma que con­servó Egipto de la revelación originaria. En sus libros sagrados se encuentra el pecado original, la promesa de un dios redentor de los pecados, la renovación futu­ra de la humanidad, la resurrección de la carne tras la muerte del cuerpo.


Cada cambio de dinastía se acompañaba de una revo­lución monoteísta en que el Ser supremo iba afirman­do su predominio sobre el fetichismo de las otras divi­nidades. La revolución religiosa de Amenofis IV Ak-henatón fue precedida por la de Menes, sin contar la de Osiris (V milenio a. de J.C.) Según algunos historia­dores, en la época de Osiris, rey de Tebas (4200 a. de J.C), ocurrió un cambio religioso total y este rey, con­siderado el más devoto entre todos, hizo adoptar el monoteísmo en la mayor parte del país. Es el mismo Osiris que, una vez divinizado, presidirá el tribunal su­premo, juzgando el alma del difunto.


Según el rito de la psicostasia (literalmente "pesada del alma", es decir la ceremonia del juicio final), el alma, después de la muerte corporal, era transportada en una barca sagrada que surcaba las aguas de los Campos Elíseos. En tanto que navegaba la barca, se ilumina­ban las zonas donde estaban los espíritus de los repro­bos, que se estremecían de alegría a la vista de aquella poca luz que a ellos ya se les había negado. La barca seguía adelante y después de atravesar la zona más cla­ra que más o menos correspondía a nuestro purgato­rio, llegaba finalmente al supremo tribunal presidido por Osiris y sus cuarenta y dos jueces. El corazón del difunto era puesto en uno de los platillos de una balan­za y en el otro se colocaba una pluma, símbolo de la diosa Maat.


Si en vida había actuado con rectitud, se le juzgaba "justo de voz" y podía participar en el cuer­po místico del dios Osiris; en caso contrario, su cora­zón era devorado por un monstruo con cabeza de co­codrilo y cuerpo de hipopótamo y no le quedaban más posibilidades de vida en el otro mundo. El difunto "justificado" podía ingresar al "Ialu", es decir a los Campos Elíseos. Ahora es natural preguntarse por qué en las pirámides y en las tumbas se han hallado tantos objetos de uso común. No hay que olvidarse que la concepción religiosa fundamental de los antiguos Egipcios era de que la vida humana continuaba por la eternidad, aun después de la muerte física. Pero al otro undo sólo tenían acceso los que aún podían gozar de la posesión de sus bienes terrenales: y he aquí la casa, las vituallas, las bebidas, los esclavos y los objetos ne­cesarios para la vida cotidiana.

Los animales sagrados

Los animales sagrados


A nuestros ojos de hombres modernos el monoteísmo de la antigua religión egipcia puede tomar toda la apa­riencia del fetichismo. Hay que considerar, sin embar­go, que las innumerables representaciones de los dioses del panteón egipcio no son sino evocaciones de los va­rios papeles desempeñados por el Dios único, más bien agentes o figuras del aspecto eterno de la divinidad. Es éste el sentido en que hay que entender el culto que en las distintas regiones de Egipto se rendía al sol, a la tie­rra, al cielo y a ciertos animales. En efecto, sólo en época tardía los dioses egipcios tomaron aspecto hu­mano: al principio se encarnaron en plantas y anima­les. La diosa Hathor vivía en un árbol de sicómoro; la diosa Neith, que parió quedando virgen y que los Grie­gos identificaron con Atenea, era venerada bajo la for­ma de un escudo con dos flechas cruzadas; Nefertum (identificado con Prometeo) tenía el aspecto de una flor de loto.

Pero es sobre todo en forma de animales que los dioses egipcios se manifiestan a sus fieles. Bastan pocos ejem­plos: Horus era un halcón, Thot un ibis, Bast una ga­ta, Khnum un carnero. Y aparte el culto tributado a los dioses identificados con animales, los Egipcios también adoraban al animal mismo cuando éste tenía requisitos particulares o presentaba determinados sig­nos.


LOS ANIMALES SAGRADOS EN LA CULTURA EGIPCIA


Uno de los ejemplos más significativos a este respecto es el culto fastuoso que se tributaba a Apis, el buey sa­grado que se adoraba en Menfis. Para ser reconocido como sagrado, el animal tenía que presentar ciertas ca­racterísticas que sólo los sacerdotes conocían. A la muerte de un Apis, después de ayunar largo tiempo, los sacerdotes se ponían en busca de otro Apis que tu­viera un triángulo blanco en la frente, una mancha pa­recida a un águila en el espinazo y otra mancha en for­ma de creciente en el costado. En Menfis el animal vi­vía en corrales frente al templo de Ptah, el creador del mundo, y allí es donde recibía las ofrendas de sus ado­radores y dictaba los oráculos.


Hasta la XIX dinastía cada buey tenía su sepultura particular. Fue Ramsés II quien más tarde los hizo sepultar en un mausoleo co­mún llamado Serapeyón o Serapeo, nombre derivado del hecho que el Apis muerto, una vez divinizado, se volvía Osiris Apis, o sea Serapis con palabra griega. Siguiendo las precisas indicaciones contenidas en un pasaje de Estrabón, en 1851 el arqueólogo francés Augusto Mariette halló en Saqqarah el legendario Se­rapeo: una vasta y larga galería subterránea que ocul­taba las cámaras funerarias. Allí estaban encerradas las momias de los bueyes sagrados, dentro de sarcófa­gos monolíticos de granito rosado, piedra caliza o ba­salto, que medían 4 metros de alto y pesaban hasta 70 toneladas.


Agradecidos por los servicios que algunas aves presta­ban al agricultor, los antiguos Egipcios las contaban entre los animales sagrados. También en Saqqarah existe una necrópolis de ibis, las más sagradas entre to­das las aves, cuya especie está ahora próxima a la ex­tinción. El ibis debía tener la cabeza y el cuello sin plu­mas, de color negro opaco; las patas debían ser grises con matices azulados y el cuerpo blanco con plumas de color negro-azul que caían sobre las alas. Cuando en vida era consagrada a Thot, el Hermes de los Griegos, y una vez muerta se la momificaba para luego ence­rrarla en cántaros de barro. Un culto muy particular era el que la ciudad de Tebas le tributaba al cocodrilo: allí el animal vivía domesticado y rodeado de la vene­ración de todos, con zarcillos en las orejas y argollas de oro en las patas. Pero no era así en todas las ciuda­des de Egipto. Afirma Herodoto que por ejemplo los habitantes de Elefantina y alrededores no lo considera­ban sagrado en absoluto y no tenían recelos en comer­lo. Un papel importante en la religión egipcia también lo tenía el gato, llamado "miau", palabra onomatopé-yica que ha pasado a otros idiomas y aún hoy indica el maullido de ese animal. La gata, consagrada a la diosa Bast, simbolizaba el benéfico calor del sol: su culto se celebraba principalmente en el Bajo Egipto y la ciudad de Bubastis (hoy Zagazig) debe su nombre a la presencia de un templo dedicado a la diosa.

Los colosos de Memnon

Los colosos de Memnon


En el vasto llano que se extiende alrededor de Tebas, entre el Nilo y el Valle de los Reyes, pueden admirarse los vestigios de la ave­nida monumental que conducía al templo de Amenofis III. Des­graciadamente ya el templo no existe y los que quedan son los así llamados "Colosos de Mem-nón".


Trátase de dos estatuas gigan­tescas, altas 20 metros, de las que sólo los pies miden 2 metros de largo por 1 metro de ancho. Labradas en bloques de gres monolíticos, las estatuas repre­sentan al faraón sentado en su trono, con las manos descan­sando en las rodillas. La situada más al sur, aunque muy deterio­rada, parece sin embargo haber sufrido menos que la otra, a la que se refiere una leyenda. Cuéntase que en 27 a. de J.C. un terrible terremoto arrasó Tebas, causando estragos en la mayor parte de sus monumentos, tanto así que el coloso quedó partido de arriba hasta la cintura, derrumbándose. Por el contra­rio, algunos historiadores atri­buyen los daños al vandalismo del rey Cambises, y esto parece más creíble, ya que Egipto nunca ha sido tierra de terre­motos.

Así y todo, desde entonces todas las mañanas, a la salida del sol, la estatua dejaba oir un sonido vago y prolongado en que algu­nos viajeros creyeron reconocer un canto triste pero armonioso. Este hecho extraño, atestiguado por historiadores tan famosos como Estrabón, Pausanias, Tácito, Luciano y Filostrato, inspiró una hermosa leyenda a los poetas griegos. Contaron ellos que "la piedra que canta" representaba a Memnón, hijo mítico de la Aurora y de Titón, rey de Egipto y Etiopía. Enviado por su padre en socorro de Troya sitiada por los Griegos, se cubrió de gloria matando en combate a Antiloco, hijo de Néstor, pero pereció a su vez bajo la mano vengadora de Aquiles. La Aurora, en lágri­mas, suplicó entonces al pode­roso Júpiter que resucitara a su hijo al menos una vez al día; y he aquí que todas las mañanas, en tanto que la Aurora acariciaba a su hijo con sus rayos, él respon­día a su inconsolable madre dejando oir este sonido largo y lamentoso.


LOS COLOSOS DE MEMNON EN EGIPTO


Por muy poética y fascinadora que pueda presentarse esta leyenda, el fenómeno en reali­dad tenía causas del todo natu­rales. Los sonidos se debían a las vibraciones producidas por las grietas, cuyas superficies pasa­ban bruscamente del frío de la noche al calor de los primeros rayos del sol.



Por otra parte, la historia parece confirmar esta explicación cien­tífica , pues ningún escritor ante­rior a Estrabón habla de la "voz" del coloso de Memnón, y todos los que de ella dan testi­monio son escalonados entre la fecha en que el coloso se quebró y la de su restauración por Septi-mio Severo.


En el curso de los siglos numero­sas y a veces curiosas inscripcio­nes se han grabado en las piernas del coloso.

Menfis

Menfis


Menfis, que según Herodoto fue fundada por Menes, el unificador de las dos provincias, llamá­base antiguamente Menof-Ra y era capital del primer nomo del Bajo Egipto, llamada después Menfis por los Griegos.


De Menfis quedan hoy sólo rui­nas. La profecía de Jeremías, de que "Menfis sería reducida a un desierto, sería devastada y des­poblada" se ha realizado. Sin embargo la ciudad, en cuanto centro principal del culto de Ptah, conoció siglos de gran esplendor que alcanzó su apo­geo durante la VI dinastía. En un epígrafe hallado en Abú Sim-bel, Ramsés II así se dirige al dios: "En Menfis agrandé tu templo, lo edifiqué gracias a un asiduo trabajo y adorné con oro y ricas piedras preciosas...".

Además, Menfis era el centro de la fabricación de los carros de guerra, que representaban la parte principal de toda la indus­tria guerrera egipcia.


LA PROVINCIA DE MENFIS EN EGIPTO


En el centro de Menfis debía de encontarse la ciudadela, la de "las blancas murallas", cuyos trabajos fueron tal vez comenza­dos por Imhotep. Gente de todas las naciones, de todas las razas y de todas las religiones debían de vivir y trabajar en la ciudad. Es verdaderamente increíble que casi nada haya quedado de toda esa prosperi­dad: sólo una interminable extensión de ruinas, columnas mochas, muros desmoronados. El desarrollo de Alejandría sig­nificó el abandono paulatino de Menfis y su lenta pero inexora­ble ruina.


Durante las excavaciones empe­zadas durante el siglo XVIII fue­ron hallados los restos del templo de Ptah en que se coro­naba a los faraones, y de una pequeña capilla también erigida en honor de Ptah por Seti I. Estatuas colosales de Ramsés II levantábanse frente a este tem­plo, de las que quedan sólo dos. Una, de granito rosado, se encuentra hoy en la plaza de la Estación del Cairo. La segunda yace por tierra en toda su majes­tuosidad: mide 13 metros y lleva el nombre del gran faraón, ins­crito en su cartucho, en el hom­bro derecho, en el pecho y en la cintura.


A poca distancia del coloso puede verse la esfinge, tal vez esculpida en la época de Ameno-fis II. Hecha de un solo bloque de alabastro, mide 4 metros de alto por 8 de largo y pesa, según se estima, unas 80 toneladas. Antiguamente adornaba, junto con otras, la avenida que condu­cía al templo de Ptah.

Monasterio de Santa Catalina

Monasterio de Santa Catalina


La que constituye la más pequeña diócesis del mundo es al mismo tiempo el más antiguo convento cristiano todavía existente y que es también la más rica colec­ción de iconas y preciosos manuscritos del mundo.

Las primeras noticias del monasterio de Santa Catali­na las hallamos en las crónicas del patriarca de Alejan­dría, Eutychios, vivido en el siglo IX: nos cuentan que Elena, madre del emperador Constantino, quedó muy surprendida por la sagralidad de estos lugares y en el 330 ordenó la construcción de una pequeña capilla en el lugar en el que se encontraba el espinar ardiente. La capilla fue dedicada a la Virgen.

El emperador Justiniano ordenó, en el 530, la cons­trucción de una basílica mucho más grande, la que se­ría la Iglesia de la Transfiguración. Fue entonces que el convento asumió el aspecto de macizia fortificación que todavía lo caracteriza.

Monumentos del Cairo

Monumentos del Cairo


Durante el período predinástico, en Egipto existían dis­tintas confederaciones guiadas por caudillos o pequeños soberanos. La capital del Bajo Egipto era Buto; la del Al­to Egipto, Nekhet: Con la unión de los dos reinos bajo Narmer, la ciudad de Menfis se convirtió en la primera ca­pital del Egipto unificado.


La capital fue desplazada varias veces a lo largo de los siglos hasta que, con la llegada de Alejandro Magno (332 a.C), se la trasladó al oeste del Delta, a Alejandría, y allí quedó durante todo el período tolomeico y romano. Cuando en Egipto se introdujo el Is­lam se fundaron distintas capitales, todas de clara impron­ta militar, que con el tiempo se fusionaron formando una sola ciudad. En 969 se fundó la nueva ciudad de El-Káhi-ra - actual El Cairo - cuyo nombre significa "la Victorio­sa", que a partir de ese año se convirtió en capital de Egip­to y centro del Islam.

Los Grandes Monumentos del Cairo


La nueva ciudad se desarrolló ve­lozmente: durante la época ayubí se levantó la Ciudadela y se emprendió la construcción de una gran muralla para proteger El-Káhira. La época de los Mamelucos (de 1250 a 1517) representó para El Cairo un importante período de construcción y urbanización, continuado por los Otoma­nos que favorecieron, además, importantes actividades co­merciales. Durante el reinado de Mehemet Alí y de sus sucesores, la ciudad siguió expandiéndose. Después de la re­volución de 1952 y con la reactivación económica de los años sesenta, El Cairo conoció un importante desarrollo demográfico. El gran centro urbano cuenta hoy con más de doce millones de habitantes, y es la más populosa de las ciudades africanas. Es, además, un importante centro polí­tico, cultural y económico del Oriente Medio.

Saquara

Saquara


La necrópolis de Saquara, con sus ocho kilómetros de superfi­cie, es la más extensa de todo Egipto. Es también la más importante desde el punto de vista histórico, pues allí están representadas todas las princi­pales dinastías, desde la primera hasta las de las épocas ptole-maica y persa.

El dios Sokar, de que deriva el nombre de la localidad, frecuen­temente representado de color verde y con cabeza de gavilán, era el patrono de la necrópolis. En el centro de la necrópolis levantábase el conjunto funera­rio de Zoser, fundador de la III dinastía, con su gran pirámide de gradas dominando la ciudadela, alrededor de la cual esta­ban agrupadas otras pirámides y mastabas, representativas de las diversas épocas. Para bien entender la importancia y la ori­ginalidad de esta pirámide de gradas, hay que hablar primero de la mastaba, palabra que en idioma arábico significa "ban­co".


NECROPOLIS DE SAQUARA


La mastaba era la sepultura de los nobles y de los dignatarios de corte. Era un rectángulo con paredes ligeramente inclinadas. Zoser fue el primer soberano que confió a un arquitecto la construcción de un monumento funerario grandioso. Imhotep (cuyo nombre grabado en jero­glíficos ha sido hallado en la base de una estatua de Zoser) fue pues el primer arquitecto de la historia y su obra genial la primera pirámide funeraria del mundo. Imhotep era también un Gran Sacerdote y un ilustre médico: tan genial que dos mil años más tarde los Griegos lo divinizaron con el nombre de Esculapio. ¿En qué consiste pues la invención de Imhotep? Sencillamente, en que construyó una gran mastaba, a la que sobrepuso una pirámide de cua­tro gradas. Luego apoyó a la cara oeste de la mastaba la pirá­mide definitiva de seis gradas. Algunos siglos más tarde los Sumerios debían perfeccionar este tipo de construcción edifi­cando el zigurat, o torre esca­lonada.


Con sus 62,50 metros de altura, esta pirámide era también originalmente revestida de piedra lisa, de la que no ha quedado rastro alguno hoy día. Al lado de la pirámide pueden verse los restos de la "Casa del Sur", de la que sólo quedan dos colum­nas acanaladas, asombrosa anticipación de las columnas dóricas. Encuadran asimétricamente un pórtico coronado por un magnífico friso transver­sal ornamentado con un motivo de nudos sagrados protectores del futuro (friso de Kherkern).


Al sur de la pirámide de gradas se encuentra la pirámide de Unas, último faraón de la V dinastía. El principal interés de este monumento de pequeñas dimensiones (menos de 60 metros de lado) que ya se caía en ruinas en el año 2000 a. de J.C., es el de conservar una gran parte del Texto de las Pirámides, o sea la primera colección de textos mágicos-religiosos escritos en tiempo del Antiguo Imperio, que aseguraban protección al faraón difunto en el otro mundo. Grabado en jeroglíficos pintados de verde, empieza en el pasillo y luego corre a lo largo de las cuatro paredes de la cámara funeraria.

Canteras de granito en Asuan

Canteras de granito en Asuan


Las antiguas canteras de granito, a unos dos kilómetros de la ciudad, se extienden por más de seis kilómetros a partir del río. Unas ranuras espaciadas regularmente en la pared de sienita indican cómo se extraían los bloques de piedra.


En efecto, aquellas ranuras delimitaban los bloques que debían extraerse y en ellas se clavaban cuñas de madera que luego se mojaban. La madera hinchándose reventaba, partiendo la piedra en la dirección de la ranura. Se producían así bloques lisos y regulares, ya listos para ser pulidos.

Allí cerca es visible el célebre "obelisco incompleto", el que hubiera medido 41 metros de alto y pesado 1267 toneladas. Quería erigirlo la reina Hachesut; pero varias grietas aparecieron en el bloque y ésta es la razón porque no fue despren­dido de la roca circunstante.

Castillos egipcios

Castillos egipcios


El primer complejo destinado a residencia oficial y al ejercicio del poder central, es decir, el Palacio del faraón o del príncipe, asume un particular aspecto arquitectónico en las postrimerías del cuarto milenio a.C. y lo mantiene durante casi todo el tercero. Eficaces y de gran belleza son las imágenes en perspectiva de esos monumentales edifi­cios, reproducidas en las tapas de los sarcófagos de fines de la IV dinastía (2620-2500 a.C).


Una idea del sucederse de habitaciones y de patios inte­riores, la hallamos incluso en las construcciones de la pri­mera dinastía, como en la tumba de Aha y, aún más, en la de Udimu (hacia el 2900 a.C).

Este arquetipo de palacio, que dura aproximadamente quinientos años, presenta el característico aspecto de un paralelepípedo rectangular, donde las caras exteriores están animadas por una serie de torres, de modo que entre sa­lientes y entrantes existe una armónica equivalencia; la ma­sa interna está excavada por patios y recintos dispuestos or-togonalmente. Las caras exteriores están adornadas tam­bién con altas lesenas, unidas en su parte superior y a me­nudo coronadas por paneles decorativos y una rica cornisa.


Es interesante notar que esta particular solución arqui­tectónica se observa también en los edificios de Ugarit, Uruk y Mari (en Mesopotamia), en los ziggurat de gradas y en los palacios babilonios; impresionantes son incluso las analogías existentes entre los primeros palacios-templo sumerios y la tumba de Udimu, así como entre el gigan­tesco palacio de Sargón en Korsabad y el complejo de Zo-ser en Sakkarah, analogías que llevan a pensar en la exis­tencia de un modelo común hacia el 4000 a.C.


Los primeros palacios egipcios


El palacio del faraón, vértice de la ciudad y del reino, debía responder a las exigencias reales pero también a las administrativas, de modo que los locales estaban distribui­dos en dos grandes sectores. El primero comprendía las habitaciones destinadas a vivienda del monarca y de su fa­milia; la gran sala de audiencias; la sala del trono; los lo­cales utilizados por el "maestro de palacio", el "custodio de la corona", el "maestro de los dos tronos", y el "jefe del ornamento regio", encargado del complejo ceremonial y de toda la corte real, incluidas numerosas damas de corte y el harén del faraón, a los que se sumaban un ejército de servidores, obreros de palacio, artesanos, artistas, médicos y peluqueros. En contacto directo con las salas oficiales estaban el "Tribunal real" y la "Casa de los trabajos", pre­sidida esta última por el "arquitecto de palacio y cons­tructor de la flota real".


El segundo sector comprendía: la "Casa Blanca" (mi­nisterio de Hacienda); la "Casa Roja" o de la "Eternidad" (ministerio del Culto Regio y Nacional); la "Casa del se­llo real" (ministerio de los Impuestos) con un equipadísi-mo catastro y registro nacional de propiedades; la "Casa del jefe de la armada y del ejército", con cuarteles anejos para la tropa real.


El Tribunal real disponía de secretaría y archivos. El en­juiciamiento comprendía tres fases: petición escrita y do­cumentada; instrucción; juicio en base a las conclusiones de las partes. Las penas impuestas consistían en períodos de detención, apaleamientos y, excepcionalmente, en la condena a muerte por decapitación o ahorcamiento.


Naturalmente, con el fortalecimiento del poder el Pala­cio se enriquece de locales y edificios satélites. A menudo, una sola persona reúne en sí varios cargos. En tiempos de Zoser, por ejemplo, el gran sacerdote Imhotep, hombre re­almente excepcional, desempeña las funciones de médico, arquitecto real y visir.


Con la IV dinastía, el palacio-castillo alcanza su máxi­mo esplendor. Sin duda alguna, estos edificios monumen­tales se desarrollaron en un clima de experiencias arqui­tectónicas, técnicas y artísticas, desconocidas en el resto del mundo. El bloque central presenta un juego de llenos y vacíos, acentuado por saledizos y molduras verticales que, si se los compara con las paredes del mausoleo de Zo­ser, revelan una excepcional evolución arquitectónica y técnica ocurrida en menos de doscientos años.

Decoracion egipcia

Decoracion egipcia


1. Trono. En las representaciones, tanto esculpidas como pintadas, aparece ya a partir del tercer milenio y está destinado indiferentemente a los dioses o a los faraones. Está formado por un plinto puesto sobre una plataforma reposapiés; un almohadón chato y largo recubre completamente el asiento y el bajo respaldo.


2. Mesita. El tablero es deforma circular y se apoya en una sola pata de tipo campaniforme.


3. Silla. El asiento y el espaldar están cubiertos por un almohadón y las patas tienen forma de zarpas de león. Normalmente está acompañada de un reposapiés.


4. Silla plegable. Del tipo de tijera, se usa aún en nuestros días.


5. Pequeña mesa rectangular. Se apoya sobre un soporte de cuatro patas. Usada para juegos de mesa (damas o ajedrez), probablemente tenía también algunos pequeños cajones.

6. Soporte bajo para vasos o ánforas.


7. Soporte alto para ánforas.


8. Cabezal o reposacabezas. A partir del 3000 a. C. se lo usa para dormir, como alternativa a la almohada.


9. Cama. Está formada por un bastidor rectangular de tiras de cuero o de tela, sostenidas por una estructura lateral. En el ejemplo que mostramos, los elementos laterales son dos perfiles de leones estilizados, modelo muy difundido en el segundo milenio.


10. Cofre, utilizado para guardar joyas y otros objetos personales.


11. Arca para guardar vestidos. A veces tiene más de un metro de altura y sus patas están provistas de patines para facilitar su transporte de un local al otro. La ropa también se colocaba en una especie de armario-ropero, con estantes de madera o de obra de albañüería, construidos aprovechando los entrantes de las paredes.

El clima Egipcio

El clima Egipcio


Egipto es como un gran oasis entre dos zonas desérti­cas. Aunque está dividido sólo en dos partes geográfi­cas, teóricamente pueden considerarse en él tres regio­nes: el Alto Egipto, el Medio y el Bajo Egipto. Dos son, en cambio, las estaciones: la cálida, que va de abril a octubre y la fresca, que abraza el período de noviembre a marzo. Pero el campesino distingue tres épocas en el curso del año: la invernal (chetui), la esti­val (sefi) y la de la crecida del río (nili). No se exagera en absoluto afirmando que mucho ha influido sobre la civilización egipcia el clima del país, uno de los más tí­picos de toda la tierra.

Es un clima principalmente sahariano, con precipitaciones atmosféricas casi nulas, cambios bruscos de temperatura del día a la noche. El calor empieza a crecer a principios de marzo: es el mo­mento en que sopla el "qamsin", el viento abrasador que viene del desierto, llamado "cherd" por los indí­genas, "merisi" por los beduinos y simún por los po­bladores del desierto.


EL CLIMA EGIPCIO A ORILLAS DEL NILO


El "qamsin" sopla desde sudsudoeste y es precedido por una violenta caída de la pre­sión atmosférica, a la que de inmediato sigue un rápido aumento de la temperatura: en pocos instantes el termómetro sube de 12-15 grados y el viento del de­sierto trae una nube de polvo impalpable. En el Alto Egipto, sobre todo en Luxor y Filae, el termómetro puede alcanzar 46 y aun 48 grados. Excepto en el lito­ral, el aire en Egipto es muy seco; pero de julio a octu­bre el Nilo trae un volumen de agua tan grande y riega zonas tan vastas que una pesada humedad invade en­tonces la atmósfera.

El Palacio de Akhenaton

El Palacio de Akhenaton


Entre el mundo de las pirámides y el mundo de los templos y santuarios, incluido el de Tebas, se inserta - no sólo geográfica, sino también estilística e idealmente - el de Akhenatón, el "faraón hereje".


Este efímero mundo, que se asoma apenas en la historia de Egipto - pocas décadas frente a más de tres mil años - es ciertamente producto de la fuerza trascendental que arranca de la Esfinge, madura en la experiencia de Imhotep y vuelve a emerger finalmente en las pirámides. Esta aspiración al Dios-Hombre, que se manifiesta como una centella en la conciencia de todos, es la misma que vibra, por siglos, en la intuición de pocos iniciados, y principalmente de los artífices del mundo de las pirámides.


Historia del Palacio de Akhenaton

La revelación de Akhenatón se materializa en la ciudad de Akhetatón, "el Horizonte de Atón ", en Tell el-Amarna y, en particular, en la residencia misma del faraón. Esta casa, como todas las construcciones de la ciudad, no tiene dimensiones colosales ni estructuras que desafíen el tiempo y la naturaleza: está hecha conforme a sus exigencias físicas y espirituales y en estrecha unión con el entorno, pues ha sido concebida para la vida temporal y espiritual del hombre y de su familia.


La residencia privada del monarca se levantaba sobre la Gran Avenida Real, estaba precedida por un jardín distribuido en tres terrazas escalonadas, y una rampa empedrada para los carros, con escalera para los peatones, la conectaba con la vía pública. La mayor parte del área estaba ocupada por un pequeño parque de 3.500 metros cuadrados, sembrado de plantas y flores. Ambos esposos tenían su propio apartamento, compuesto de aposento, cómodo cuarto de baño y guardarropa.


El faraón tenía también un pequeño taller de pintor, donde se han hallado pinceles de fibra de palmera y "lápices" de huesos de pez. Las hijas del monarca tenían seis pequeños cuartos en torno a un patio privado. Todas las paredes, el techo e incluso el piso estaban decorados y pintados con escenas de vida al aire libre entre flores, plantas, animales domésticos y pájaros.

Ciudad de Carnac

Ciudad de Carnac


A cerca de tres kilómetros del templo de Luxor se extiende la vasta área monumental de Car-nac, que los Griegos llamaban Hermonthis. El conjunto consta de tres centros separados, ro­deados cada uno por un muro de ladrillos crudos. El más grande, que está en el centro y ocupa una extensión de unas treinta hectá­reas, es el que Diodoro de Sicilia afirma ser el más antiguo templo de Tebas, vale decir el santuario de Amón. Es también el que mejor se ha conservado.


A su izquierda el santuario de Montu, el dios de la guerra, es un cuadrilátero de unas dos hectáreas y media.

Al otro lado está el santuario dedicado a la diosa Mut, esposa de Amón, representada simbóli­camente por un buitre. Casi la mitad de su superficie (unas nueve hectáreas) está todavía sin explorar.


CIUDAD DE CARNAC EN EGIPTO



Las dimensiones del gran tem­plo de Amón son asombrosas. Es el templo de columnas más grande del mundo: un monu­mento que podría contener, según han dicho eminentes his­toriadores, a Notre-Dame, la catedral de París, toda entera; tan vasto que, como lo afirma Leonard Cottrell, "alcanzaría a encerrar al menos la mitad de Manhattan". La parte más extraordinaria es sin duda la impo­nente sala hipóstila con sus 102 metros de ancho, sus 53 metros de profundidad y sus ciento treinta y cuatro columnas altas 23 metros, que se alzan majestuosas desafiando los siglos. Los capiteles en forma de papiros abiertos tienen en la cumbre una circunferencia de casi 15 metros y podrían dar cabida a unas cincuenta personas.

Durante la XIX dinastía 81.322 personas entre sacerdotes, guardianes, obreros y campesinos tra­bajaban para el templo de Amón. Por otra parte, el templo gozaba las rentas de numerosos campos, mercados y talleres, a las que había que agregar las riquezas del faraón y el botín que traía de sus campañas militares victoriosas.


Varios faraones se sucedieron en la realización de la sala hipóstila: Amenofis III mandó erigir las doce columnas de la nave central que sostienen los arquitrabes; Ramsés I dio comienzo a la decora­ción, que fue continuada por Seti I y Ramsés II.

Ciudad de Dendera

Ciudad de Dendera


Dendera, nombre griego de Tentiris, es una ciudad sagrada con tres santuarios: el de Ihy, el joven hijo de Horus tocador de sistro, el de Horus y el de Hathor. Los dos pri­meros santuarios han desaparecido casi por completo: sólo queda un portón monumental del de Ihy. Pe­ro del tercero existe hoy un edificio prácticamente intacto, más nume­rosos restos que nos permiten re­constituir la disposición del con­junto.


Este santuario era dedicado a la diosa Hathor cuyo nombre (exactamente Hat-Hor en idioma egip­cio) significa "la morada de Ho­rus" y a menudo era representada bajo el aspecto de una vaca sagrada o de una mujer de cabeza cornuda. Hecho de granito rosado como la mayor parte de los edificios de la dinastía ptolemaica, el templo que hoy admiramos no es en realidad sino la reconstrucción de un tem­plo preexistente mucho más anti­guo, que debía de datar de la época de Keops o de Pepi I.

CIUDAD Y TEMPLO DE DENDERA


El templo cuenta con una hermosa sala hipóstila que mira a la expla­nada, mide 25 metros por 42,50 metros, tiene 18 metros de altura y es sostenida por 24 columnas hat-hóricas, vale decir con su capitel adornado con la figura de la diosa. Al interior del templo había otro pequeño edificio consagrado, lla­mado "capilla de la Santidad", el lugar más secreto del santuario en que celebrábanse los misterios del nacimiento del orden cósmico des­pués del caos primordial. Pero Hathor no era tan sólo la diosa cósmica, sino también la protecto­ra de la danza y de la música. He aquí porque todos los años, el vigé­simo día del primer mes de la inun­dación, se celebraba en Dendera la fiesta popular de la "embriaguez".

Ciudad de Edfu

Ciudad de Edfu


La presencia del templo mejor conservado de todo Egipto es la razón de la celebridad en la his­toria egipcia de la pequeña ciu­dad de Edfu. Antigua capital del II nomo del Alto Egipto, los Griegos la nombraron Apolinó-polis Magna. El templo, consa­grado al dios Horus, es de época ptolemaica y fue erigido en el lugar de un templo más antiguo ya existente en tiempo de Tut-mosis III.

Por sus grandiosas dimensiones es, después del de Carnac, el segundo templo de Egipto, pues mide 137 metros de largo y tiene un pilón de 36 metros de alto por 79 metros de frente. Dos espléndidas estatuas de granito negro montan la guardia a ambos lados de la entrada.

CIUDAD Y TEMPLO DE EDFU


Representan al dios Horus en forma de halcón. El nombre del dios deriva en efe&o de la palabra "Hor" que signi­fica halcón. Detrás de las esta­tuas levántase la muralla exte rior del templo, adornada de grandes figuras de Horus y Hat-hor. Las ranuras que se obser­van a ambos lados del portal servían antiguamente para sos­tener los palos de los estandar­tes. Al interior del santuario puede aún admirarse el hermosí­simo tabernáculo de granito gris, un monolito de 4 metros de alto todavía en perfecto estado de conservación.


Según indican las inscripciones, fue construido en tiempo de Nectanebo II (360 a. de J.C.). Antes de visitar el templo, es interesante ver el "mamisi", construido bajo Evérgetes II. En lengua copta la palabra significa "el lugar del parto" e indicaba el punto en que simbólicamente Horus re­nacía todos los días.

Ciudad de Esna

Ciudad de Esna


Capital en la antigüedad del II nomo del Alto Egipto, fue lla­mada Latópolis por los Griegos, de Lato, un pez sagrado que allí se veneraba en forma especial y del que numerosos ejemplares momificados han sido hallados.

Ciudad de Esna en Egipto


Del pueblo actual sólo queda hoy un templo dedicado al dios Khnum, que es una transforma­ción de época ptolemaica de un templo de la XVIII dinastía. La sala hipóstila (33 metros por 18 metros, con 24 columnas de 13,50 metros de alto) es prácti­camente intacta.


Los diferentes motivos floréales de los capiteles de las columnas son de notable interés.

Ciudad de Luxor

Ciudad de Luxor


Es difícil imaginarse hoy, lle­gando a Luxor, que allí antigua­mente levantábase la gran ciu­dad de Tebas, por siglos capital del imperio egipcio, célebre y proverbial en el mundo entero por sus riquezas ("la ciudad en que las casas ricas encierran tesoros"), la misma que Home­ro en el IX canto de la Ilíada llama "Tebas de la cien puertas". En la época menfita era todavía un pequeño pueblo en que se adoraba al dios de la gue­rra Montu. Por razones políticas y geográficas cobró poco a poco importancia durante la X dinas­tía, hasta transformarse en la capital de los faraones del Nuevo Imperio.


Allí se veneraba con suntuosas ceremonias al dios Amón en tríada con Mut y Khonsu. A cada victoria, a cada triunfo erigíanse nuevos y gran­diosos templos en honor del dios. El saqueo a que Asurbanipal sometió la ciudad en 627 a. de J.C. marcó el inicio de su declino. Por fin, los ptolomeos la destruyeron completamente, tanto así que en tiempo de los romanos ya no quedeba de ella sino una montaña de ruinas. Una vez más, como para Menfis, una profecía se había triste­mente realizado. Había anun­ciado Ezequiel en efecto: "Tebas será con violencia sacudida...". La antigua capital egipcia fue dividida por un canal, al sur del cual surgió Luxor, en tanto que al norte fue extendiéndose el pueblo de Carnac. En Luxor el solo testigo del pasado esplendor es hoy el magnífico templo que los Egipcios llaman "el Harén meridional de Amón". Mide 260 metros de longitud y fue empezado por Amenofis II, agrandado por Tutmosis III y terminado por Ramsés II. Está unido al templo de Carnac por una larga avenida adornada de esfinges un tiempo con cabeza de carnero, reemplazadas por esfinges con cabeza humana durante la XXX dinastía.


La ave­nida no es visible actualmente por entero, pero se está trabajando para despejarla. Llega hasta la entrada del templo propiamente dicha, donde se levanta el monumental pilón construido por Ramsés II. En el pilón, que presenta un frente de 65 metros de largo, están esculpidos bajorrelieves que relatan la campaña militar de Ramsés II contra los Hititas y está grabado el famoso "Poema de Pen-taur", que celebra las hazañas guerreras del faraón.


HISTORIA DE LA CIUDAD DE LUXOR


Rodeando la entrada, dos colo­sos de granito rosado de 15,50 metros de alto sobre un pedestal de 1 metro, representan al faraón sentado en su trono. Antiguamente cuatro estatuas gigantescas de granito rosado acompañaban a los dos colosos, apoyándose al pilón. Una de ellas debía de representar a la reina Nefertari y la otra, todavía existente a la derecha pero muy deteriorada, representa probablemente a la hija de Ramsés, princesa Merit-Amón.


Una vez atravesada esta entrada triunfal, se llega a la corte de Ramsés II, ornada por una doble hilera de columnas de capiteles papiriformes, con esta­tuas de Osiris en los intercolum­nios. En la corte también se alza el pequeño templo de Tutmosis III, compuesto por tres capillas dedicadas a la tríada de Amón, Mut y Khonsu, venerada en el santuario de Carnac.


Una imponente columnata de 25 metros nos introduce luego en la corte de Amenofis III, rodeada por tres lados por una doble hilera de columnas papiriformes, verdadero bosque petrifi­cado de gran sugestión. También la parte exterior del templo tiene aspectos interesan­tes, con sus muros provistos de numerosas capillas laterales cuyas paredes están adornadas de escenas de ceremonias reli­giosas y, aquí también, de esce­nas de la batalla contra la coalición siriaco-hitita.


A un lado del templo fueron hallados restos de edificios que formaban un campamento mili­tar romano ("castra" en latín), el nombre de Luxor siendo en efecto una alteración de El-Kusur, que en árabe equivale al "castra" latín.

Ciudad de Menfis

Ciudad de Menfis


La antiquísima capital, que los egipcios llamaban Men-nefert y los griegos Menfis, se extendía a lo largo de 15 km en la margen izquierda del Nilo, entre Gizeh y Sakkarah.


En punto estratégico, el enclave tenía en sus orígenes la ciudadela del "muro blanco " -empezada tal vez por el gran arquitecto Imhotep, y rica en innumerables templos y santuarios dedicados a todos los dioses del mundo antiguo-. De esa bella ciudad donde fenicios, judíos, armenios, griegos, libios y sudaneses tenían sus propios barrios, hoy no quedan más que pocas huellas.

Ciudad de Menfis en Egipto


La decadencia empieza con la fundación de Alejandría. En el siglo IV d.C, Menfis ya es un mar de ruinas. Los escasos templos aún en pie - porque se los usa como iglesias cristianas - son demolidos con el nacimiento de El Cairo: y el área se convierte en una inmensa cantera que suministra materiales de construcción para la nueva ciudad.


Hoy de la orgulloso capital quedan sólo pocos restos sacados a la luz por las excavaciones del siglo XIX. Los más importantes son los del famoso templo de Ptah, donde se coronaba a los faraones, y los de una capilla de Seti I, todos a poca distancia de la actual aldea de Sakkarah.

La ciudad del cairo

La ciudad del cairo


Egipto fue el primer estado que instituyó un sistema administrativo con una capital como centro políti­co y religioso del mismo. Durante el período predinástico existieron diversas confederaciones con jefes políticos o reyes residentes en una capital. La del Bajo Egipto era Bu-to, en el corazón mismo del Delta del Nilo: emblema del Estado era el áspid sobre la roja corona real. La capital del Alto Egipto era Nek-heb, emplazada entre Asuán y Lu-xor: aquí, el rey llevaba una coro­na blanca con un buitre. El estado del norte adoptó como símbolo el papiro; el del sur, el loto.

tras la unión de los dos reinos ba­jo el cetro de Menes (o Narmer), la ciudad de Menfis se convirtió en la primera capital del Egipto unifica­do. Menfis, en la orilla izquierda del Nilo, se hallaba a unos 22 kiló­metros aguas arriba de El Cairo.


El territorio que los antiguos egip­cios consideraban como el más adecuado para emplazar la capital del estado era el ubicado antes de la ramificación del Nilo: y así, la capital de Egipto fue trasladada, al correr del tiempo, de Ahnasia (al sur de Menfis) a Tebas (Luxor).


La ciudad del cairo en Egipto


Con la llegada de Alejandro Mag­no, que ocupó Egipto el año 332 a. de J.C., la capitalidad fue trasla­dada a Alejandría, la ciudad que el general macedonio fundara al oes­te del Delta. Y cuando en el país se propaga el cristianismo, la sede del patriarca fue puesta entre Alejan­dría y el viejo El Cairo. Alejandría siguió siendo la capital de Egipto durante el período ptolemaico y aún después de la conquista ro­mana.


En el año 639 Amr Ibn El As llegó a Egipto e introdujo el Islam en el país. El hubiera preferido mante­ner como cabeza del estado la ciu­dad de Alejandría, pero el califa Ornar Ibn Al Khatab decidió fun­dar una nueva capital: y así, en 641, se construyó Al-Fostat (cerca de la fortaleza bizantina de Babilo­nia), la primera capital islámica en tierra egipcia.


En 750 los Abasidas destronaron a los Omeyas. Saleh Ibn Alí abandonó entonces Al-Fostat y fundó Al-Askar, al norte de ella. Esta nueva capital militar se fue ensanchando hasta formar con Fostat una única gran ciudad.


En 870 Ahmed Ibn Tulún fundó, en torno a su gigantesca mezquita, la tercera capital islámica, Al-Qatai. También esta ciudad tenía un claro sello militar, con sus altas murallas y el camino de ronda. Muy pronto Al-Qatai habría de formar una sola ciudad, junto con Al-Askar y Fostat.


En 969 inició un nuevo período. El jefe del ejército fatimita, Gobar Al-Sikkilli, fundó la nueva ciudad de Al-Kahira (actual El Cairo), cu­yo nombre significa "La Victorio­sa", ciudad que desde entonces se convirtió en capital de Egipto y centro del Islam.


A partir de la fundación de Fostat, las ciudades se fueron desplazando hacia el septentrión: por lo tanto, Al-Kahira fue construida al norte de las otras tres ciudades ya funda­das por los Árabes.


Tuvo principio así un largo perío­do, durante el cual la ciudad alcanzó dimensiones imperiales. En efecto, esta nueva capital se desa­rrolló velozmente, superando los confines que inicialmente le habían sido impuestos.


La llegada de Salah-el-Din, en 1176, marcó una nueva etapa en la historia de El Cairo. Durante la época ayubita se edificó la ciuda-dela y se empezó a construir una gran muralla para proteger a las ciudades que formaban Al-Kahira. La época de los Mamelucos (de 1250 a 1517) representó para El Cairo un importante período en el campo de la construcción y la ur­banización. Los Otomanos (de 1517 a 1798) prosiguieron con la obra de desarrollo emprendida por los Mamelucos y fomentaron, ade­más, importantes actividades co­merciales. Durante el reinado de Mehemet Alí y sus sucesores, la ciudad conoció un notable desarro­llo.


Después de la revolución de 1952, el relanzamiento económico de los años sesenta dio un nuevo impulso demográfico a la capital. El Cairo es hoy una gran metrópoli que cuenta 12 millones de habitantes, 3 gobernadorades (El Cairo, Gizeh y Qalyobia) y 28 barrios. La densi­dad es de 50.000 habitantes por ki­lómetro cuadrado. Considerada como la más populosa de las ciuda­des africanas, El Cairo es también un importante centro político, cul­tural y económico del Oriente Me­dio.

La ciudades egipcias

La ciudades egipcias


Aproximadamente seis mil años atrás, Ja yida agrícola y comercial de Egipto ya estaba en pleno desarrollo. Nume­rosas aldeas surgían en las márgenes del Nilo, a orillas del Lago de Fayum y a lo largo de los innumerables canales del Delta. Los primeros núcleos organizados - unos dos mil quinientos años antes de que surgieran las ciudades griegas - poseían ya un cerco de murallas cuadradas que encerraba una estructura reticular de casas, apiñadas en torno al palacio del príncipe y al templo del dios tutelar. El palacio del soberano era una ciudadela provista de torres rectangulares altas y con acanaladuras verticales, construi­das al principio con ladrillos crudos y, a partir del 2800 a.C, con sillares de piedra.


Los poblados del Delta son los primeros que se desarro­llan, y con el correr del tiempo se convierten en verdade­ras ciudades comerciales y marítimas. Ciudades que en lu­gar de ceñirse con fortificaciones cada vez más robustas, se abren a los largos muelles donde funcionan los astille­ros, donde hay numerosos almacenes y vastas plazas des­tinadas al mercado. Estas ciudades se expanden veloz­mente en los momentos de prosperidad y prácticamente son gobernadas por los armadores, que truecan sus mer­cancías incluso en las costas del lejano Mar Negro.


En los muelles y espacios comerciales gravita la clase de los mercaderes: allí se levantan sus mansiones, los bancos, almacenes y tiendas. En torno a esta "city" de cinco mil años atrás se extiende una marea de casitas en fila de una sola planta: son las viviendas de artesanos y obreros, con locales para sus pequeñas industrias que elaboran el oro y el vidrio o fabrican cosméticos, telas e infinidad de otros artículos que envían a todas las ciudades de Egipto y del mundo conocido. Fuera de la ciudad nacen imponentes vi­llas con jardín, destinadas a los comerciantes y personajes acaudalados.


Las antiguas ciudades egipcias


Por lo general, los templos principales constituyen un centro autónomo junto al palacio del príncipe, o bien sur­gen como santuarios que luego se convertirán en auténticas ciudades sagradas, en contraposición a las ciudades políti­co-comerciales. Famosas ciudades marítimas y comercia­les, de orígenes antiquísimos, fueron Atribis, Mendes, Bu-to, Sais, Tanis y, por último, Bubastis, junto al canal que enlazaba el Mediterráneo con el Mar Rojo. En el 1500 a.C. - es decir, más de mil años antes de que en el mismo sitio naciera la gran Alejandría - la ciudad de Faros ya tenía un rompeolas (de 2.100 metros de longitud por 50 de ancho) tendido en el mar para ganar 60 hectáreas de dársena, con embarcaderos de 14 metros y, a sus espaldas, una red enor­me de almacenes y áreas destinadas al mercado.


Las ciudades del Egipto Medio y del Alto tuvieron por lo general un desarrollo más lento, ligado a las vicisitudes históricas más que a los episodios comerciales, y por ello se preocuparon por dar mayor altura y espesor al cerco que las ceñía. Las murallas eran casi siempre de ladrillos crudos, de perímetro cuadrado a veces redondeado en las es­quinas, con más de diez metros de altura y un espesor aún mayor. Largas rampas llevaban, desde las calles del pobla­do y desde Jas puertas principales, a los anchos pasajes de comunicación entre trincheras que coronaban todas las murallas. La ciudad era un gran espacio reticulado: casi la mitad del mismo estaba destinada al palacio de los gober­nantes y al templo de la ciudad, con las residencias de los nobles y otros templos menores en torno. La otra mitad de la ciudad era una vasta aglomeración de viviendas y talle­res de una sola planta, conectados entre sí por medio de calles secundarias que desembocaban en las arterias prin­cipales.


En las ciudades que se convirtieron en capitales del rei­no; el conjunto formado por el palacio del faraón se iden­tificaba con la ciudad misma, en una gran composición de templos y edificios para el gobierno y para la residencia de la corte. No quedaba casi margen para las libres activida­des agrícolas y comerciales, ya que el mastodóntico orga­nismo urbano estaba únicamente al servicio del gobierno y de la majestad divina del faraón. De Menfis, la capital nacida en el tercer milenio, no quedan más que pocas rui­nas, pero podermos forjarnos una idea de lo que debían de ser los barrios residenciales de los nobles, las plazas mo­numentales y el palacio-fortaleza del faraón, examinando atentamente las necrópolis que rodeaban a las Grandes Pi­rámides y el complejo monumental en torno a la Pirámide de Zoser.


De Akhetatón - la capital fundada por el "faraón hereje" Akhenatón - de efímera vida (algo más de veinte años), mucho nos sugieren las ruinas halladas en Tell el-Amarna. Aunque todavía no se haya sacado a la luz toda la ciudad, lo que se ha hallado de ella ha despertado un gran interés: en efecto, su trazado urbanístico se aparta del tradicional (es decir, reticular, en un cuadrado). La nueva ciudad se extiende libremente, como una larga faja paralela al Nilo.


En tiempos de Tutmosis III (1505-1450 a.C), la pobla­ción de Egipto sumaba siete millones de habitantes, y en el siglo V a.C. los centros poblados eran cerca de veinte mil. De todas estas ciudades y aldeas poca cosa ha queda­do, e incluso ciudades grandiosas como Tebas y Menfis han sido desmidas más por los hombres - sobre todo en los últimos siglos - que por el tiempo. Pero podemos todavía hallar la sugestión de vivir en los barrios más poblados y activos de las antiguas ciudades y aldeas, sea yendo a los barrios viejos de las ciudades orientales de hoy en día -que parecen casi detenidas en el tiempo - sea observando lo que pervive de las aldeas construidas para los artífices de las necrópolis. Muy interesante, desde este punto de vista, es el poblado que surge entre Akhetatón y su necró­polis, en Tell-el-Amarna.

Ciudad de Asuan

Ciudad de Asuan


La actual ciudad de Asuán está situada en el lugar en que se encontraba el antiguo mercado de la ciudad de Abu (que los Griegos nombraron Elefantina, o sea "isla de los elefantes"). En la antigüedad su nombre era Siene, capital del primer nomo del Alto Egipto. De sus numero­sas y ricas canteras se extraía la sienita, el granito rosado am­pliamente utilizado en la cons­trucción religiosa para labrar obeliscos, esculpir colosos o eri­gir templos. Las canteras eran todavía en actividad en época romana.

Fue a Siene que el poeta Juvenal fue enviado en exilio por el emperador Tiberio. Otra curiosidad de la región era la presen­cia de un pozo cuyas paredes, por la proximidad del trópico, estaban alumbradas por los rayos del sol un solo día del año: el del solsticio de verano.


La necrópolis, que cuenta con unas cuarenta tumbas del tercer milenio, está excavada en el cerro Tabet el-Haua ("cima de los vientos"), en la orilla occi­dental del Nilo. Para subirse a los hipogeos, pequeños templos funerarios en su mayor parte ornados de terrazas, columna­tas, puertas y ventanas, hay que pasar por escaleras angostas y empinadas. Las tumbas, situa­das unas en cima de otras, dan por tanto la impresión exacta de una ciudad rupestre. Numero­sos hipogeos fueron destruidos o incendiados por los Coptos cristianos, los que construyeron un monasterio fortificado en la cumbre del cerro. Pero este monasterio fue a su vez derri­bado durante una correría que hizo el ejército de Saladino. Es en este sitio que también se encuentra el célebre Mausoleo del Aga Khan, fallecido en 1957. También hay que hablar de la presa de Asuán, la "barrera con­tra el hambre de Egipto".


HISTORIA DE LA CIUDAD DE ASUAN


El proyecto fue estudiado por la U.R.S.S. La construcción empe­zó en el mes de Enero de 1960 y el 14 de Mayo de 1964 las aguas del Nilo fueron dirigidas al canal de derivación. La presa provocó la formación de un lago artifi­cial, el lago Nasser (500 kilóme­tros de largo con 157.000 millo­nes de metros cúbicos de agua, el segundo del mundo después del construido sobre el Zambese), resolviendo gran parte de los problemas de la economía egip­cia.


En efecto, el drama de Egipto podía resumirse en dos cifras: una superficie total de 900.000 kilómetros cuadrados con sólo 38.000 kilómetros cuadrados (vale decir poco más del 4%) cul­tivables. Con la presa no sólo se aumentaba la superficie cultiva­ble, sino que podía también lle­varse a efecto un programa de irrigación e incremento de la producción anual de electricidad. Esto sin embargo compor­taba la pérdida definitiva de todos los monumentos de inesti­mable valor histórico y artístico situados en el territorio cubierto por el lago, que habrían quedado sumergidos por las aguas. El mundo entero quedó real­mente sin aliento, en tanto que se cumplía una increíble opera­ción de salvamento.

Las mansiones de los nobles

Las mansiones de los nobles


La vivienda de los nobles y de las clases acomodadas era, normalmente, mucho más pequeña y menos rica en decoraciones que la mansión del faraón.


En las ricas ciudades del Delta, los armadores y los grandes comerciantes se habían construido viviendas prin­cipescas, mientras que en las ciudades del Alto Egipto las casas más hermosas pertenecían a los príncipes y a los funcionarios gubernativos.


Durante el tercer milenio antes de Cristo, la morada principesca de los vivos es muy similar a la morada prin­cipesca de los muertos: en efecto, las casas de los notables de la antigua Menfis, capital del Alto y del Bajo Egipto, eran muy similares a las "mastabas" que todavía hoy se ven en torno a las Grandes Tumbas de los faraones, en las necrópolis de Gizeh y de Sakkarah.


Estas mansiones presentaban el aspecto de un paralele­pípedo más o menos rectangular, de una sola planta y con una única entrada. Delante de ella, a veces, había un pe­queño jardín vallado. Un pequeño sendero conducía a la casa, situada algo más hacia atrás, con un pórtico delante­ro que en las casas más ricas tenía uno o dos pilares. El bloque paralelepípedo del edificio estaba "excavado" por numerosas habitaciones de diferente tamaño y por uno o dos patios a cielo abierto. Los cuartos no recibían luz y ai­re del exterior, sino de los patios y atrios del interior.

La distribución de los locales no seguía un esquema axial o simétrico, sino sencillamente una sucesión regula­da por las exigencias de la familia y por sus posibilidades económicas. Normalmente en el vestíbulo había un pequeño recinto que hacía las veces de portería; a la derecha se hallaba el ala de recibo, la sala donde se reunía la familia, el estudio y las habitaciones particulares del dueño de la casa, dispuestas en torno al peristilo del patio principal; a la izquierda se encontraban las habitaciones de los hijos, así como los locales privados de la dueña de casa, que dis­ponía de un patiecillo propio. Entremezclados: los distin­tos servicios, la cocina, la despensa, el almacén. Según el cargo del propietario, el ala de recibo tenía una salita en el fondo donde marido y mujer, sentados en dos pequeños tronos, recibían a los huéspedes y a sus sirvientes, y asis­tían a las fiestas. En un pozo-cisterna se recogía el agua, transportada por borricos o llevada por la servidumbre. Debajo de la cocina o de otras habitaciones de la casa ha­bía sótanos para conservar los víveres o depositar objetos y adornos.


Las mansiones de los nobles egipcios


En las postrimerías del 3000 a.C. y durante todo el mi­lenio sucesivo, estas mansiones adquieren cada vez mayor importancia y autonomía, tendiendo a imitar - aunque con mayor modestia - el Palacio del faraón. El número de ha­bitaciones aumenta y su distribución se vuelve más orde­nada y axial; el edificio se enriquece con columnas, si bien de madera pintada, en los atrios, en los pórticos y en el in­terior de las salas. El jardín adquiere mayor importancia y se le da tamaño considerable, adornándoselo con estan­ques, fuentes, pérgolas, árboles, flores, e incluso con ce­nadores.


En la ciudad de Akhetatón, al norte y al sur del centro -es decir, del Templo Máximo y del Palacio de Akhenatón - nacen dos pequeños suburbios formados por parcelas iguales y rectangulares, cada una de ellas con su villa y el correspondiente jardín: todas viviendas similares, nacidas ciertamente de un único proyecto tipo. Casas con habita­ciones pequeñas pero numerosas, dispuestas a veces en dos plantas; con atrios amenos, verandas y pórticos-balco­nes de madera. Casas pintadas con gran profusión, inclu­so en el techo y los pisos. Y jardines de modesto tamaño, pero todos con sus parterres llenos de flores, pajareras, pérgolas umbrosas, quioscos, laguitos y, en el exterior de la casa, la capillita dedicada a Atón-Ra.


Abandonada Akhetatón, las moradas de los nobles vuel­ven a descollar en torno a los palacios de Tebas y en las ri­quísimas ciudades del Delta. Cada vez más numerosas son las habitaciones destinadas al dueño de la casa y a su fa­milia: antecámaras, cuartos de baño, tocadores, salas des­tinadas a masajes y otras para los ungüentos aromáticos. La cama de los dueños de casa está protegida por un bal­daquín de pared doble para mantener el interior más fres­co. Un gran número de cuartos con aseo se destina al hués­ped. Cada miembro de la familia dispone de su propia ser­vidumbre y de habitaciones privadas.


No existían esclavos al servicio de las clases pudientes, y ni siquiera en la residencia del faraón. Los prisioneros de guerra labraban la tierra, que era patrimonio del Estado, y sólo a partir del 1500 a.C. se los entrega como recompen­sa a los oficiales del ejército, convirtiéndose en propiedad privada de los mismos. Sin embargo, al prisionero-esclavo no se lo trataba como animal de carga; al contrario, hubo casos como el de un rico barbero que, comprado un pri­sionero le enseñó su oficio, le otorgó en esposa a su sobri­na y, tras liberarlo de su yugo, le hizo partícipe de sus pro­pios bienes.

La sociedad egipcia

La sociedad egipcia


El faraón:

Egipto fue siempre una monarquía absoluta, en cuyo punto culminante estaba el rey, llamado faraón, consi­derado un dios viviente y destinado a unirse con las otras divinidades después de su muerte aparente. Se le daba el título de Hijo del Sol, representaba el poder re­ligioso, político y militar en todo Egipto y le asistía un primer ministro, quien encabezaba el poder ejecutivo. La palabra "faraón" es, en realidad, la deformación griega de una palabra egipcia que indicaba el palacio real. Es sólo durante el Imperio Nuevo, que "faraón" designará a la persona del soberano.

Constitución social y administrativa:

Los Egipcios estaban divididos en clases. La más res­petada era la de los sacerdotes, a quienes les corres­pondía cuidar de los templos. Ricos e influyentes, los sacerdotes estaban exentos de impuestos y se mante­nían con el dinero del culto. Las otras clases estaban constituidas por los nobles, encargados del gobierno político y religioso de las provincias; los escribas, es decir los empleados de la administración real; y por fin, el pueblo, formado sobre todo por artesanos y campesinos.


La agricultura:

Desde la más remota antigüedad, Egipto fue siempre un país esencialmente agrícola, productor de frutas, habas, lentejas, lino y sobre todo cereales, como trigo y mijo, que entonces se exportaban en grandes canti­dades. Las pinturas de las distintas épocas, que ilus­tran los trabajos en los campos, muestran que los ins­trumentos de aquel tiempo eran muy parecidos a los que aún hoy emplea el campesino egipcio.


Caracteristicas de la sociedad egipcia


La industria y el comercio:

Los Egipcios eran también hábiles en las actividades industriales y comerciales. La gran variedad de los objetos hallados en las tumbas atestigua su extrema capa­cidad para labrar oro, plata y cobre y tallar piedras preciosas. El arte de la orfebrería (anillos, brazaletes, pendientes, aretes, etc.) en que eran particularmente hábiles, alcanzó un grado de perfección extraordinario durante la IV, XII, XVIII y XX dinastías. Con muy es­casos medios, lograban tejer preciosas telas y en forma parecida fabricaban cerámicas, vidrios y esmaltes. No existía entonces moneda para las transacciones: una vez logrado el acuerdo, se trocaba una mercancía por otra. Con los pueblos de Nubia, por ejemplo, se troca­ban productos de la agricultura y de la industria; trigo y cebollas, armas y joyas en cambio de madera y pie­les, oro y marfil. Especias e incienso venían de Arabia, en tanto que grandes cantidades de madera de cedro procedían de Fenicia. A partir de la XVIII dinastía los Egipcios entablaron relaciones de negocios con los paí­ses de la cuenca del Eufrates y con las islas del Medite­rráneo oriental.


Las ciencias:

Según enseñaban los sacerdotes, las nociones de la ciencia fueron al principio transmitidas al hombre por Thot, el dios lunar considerado el inventor de la escritura, quien redactó todas sus obras inspirado por el dios supremo. Los Griegos lo asimilaron a Hermes Trismegisto, o sea "tres veces todopoderoso". Otro dios había revelado todas las instituciones sociales del antiguo Egipto.


Los Egipcios eran muy adelantados en la ciencia astro­nómica. Desde tiempos inmemoriales, basándose en la observación de los cuerpos celestes, habían calculado un año astronómico dividido en doce meses de treinta días, reunidos en tres estaciones agrarias de cuatro me­ses cada una: el período de la inundación, el de la siem­bra y el de la cosecha. A este conjunto de trescientos sesenta días había que agregar cinco días suplementa­rios que correspondían a las fiestas principales. La medicina también aparece muy pronto, pero a me­nudo mezclada con la magia. Numerosos tratados de medicina han llegado hasta nosotros: un tratado de ginecología, un manual de fórmulas y remedios varios, un tratado de cirugía y otros más. Sin duda alguna los médicos egipcios conocían las pro­piedades terapéuticas de las plantas. Por el contrario, tenían un conocimiento muy imperfecto de la anato­mía a pesar de su experiencia de embalsamamiento, y ello se debe a que desde el punto de vista religioso el cadáver era sagrado.

Los origenes del pueblo Egipcio

Los origenes del pueblo Egipcio


La historia de Egipto puede empezar en la época pa­leolítica, aun siendo una historia sólo hecha de hipóte­sis y suposiciones. En aquel tiempo era el valle del Nilo muy distinto de lo que es hoy: hasta el Delta el territo­rio era todo una vasta ciénaga, el río lo cubría casi por completo y el clima era mucho más húmedo que el ac­tual. Sin embargo, las condiciones fueron modificán­dose a fines del paleolítico; el Nilo fue tomando su cur­so actual y el desierto invadió lentamente las regiones limítrofes, favoreciendo la concentración de la vida humana a lo largo del fértil valle del río.


En la época neolítica, es decir unos 10.000 años antes de Jesucristo, ya vivían en el país dos pueblos muy dis­tintos y de diverso origen: uno, de raza africana, pro­venía del centro de África; el otro, de raza mediterrá­nea, había llegado desde Asia central. También se cree que un tercer grupo se había asentado allí, procedente de la legendaria Atlántida y llegado al valle del Nilo pasando por Libia. Fue así como se formaron dos gru­pos de civilizaciones: el primero se detuvo en el norte del país, en la región del Delta, fundando la primera aglomeración urbana, Merimda; el segundo se estable­ció en el sur y tuvo Tasa como capital del distrito. El pueblo egipcio, pues, ya estaba dividido en dos gru­pos desde aquella lejana época y a pesar de la sucesiva unificación del país, quedó un rastro de ello en la divi­sión del territorio en nomos (así llamados por los Griegos), de los que había veintidós en el Alto Egipto y veinte en el Bajo.

Estos eran aún los albores de la civilización, la época que los Egipcios llamaron "el tiempo del Dios", en que el rey Osiris ocupaba el trono de Egipto.


LOS ORIGENES DEL PUEBLO EGIPCIO EN LA EPOCA PALEOLITICA


El reinado terrestre del primer rey egipcio está docu­mentado por un conjunto de inscripciones llegadas a nuestros días con el nombre de Texto de las Pirámides. Según la leyenda, fue el mismo Osiris quien realizó la primera unificación de los dos grupos étnicos; pero ella fue de corta duración, pues hay que llegar aproxi­madamente a 3200 a. de J.C. para hablar de historia egipcia.


Union del Alto y Bajo Egipto


La historia comienza con el rey Narmer, identificado por algunos con el mítico rey Menes, quien fue el unifi-cador de los dos reinos y fundó la primera de las trein­ta y una dinastías que se sucedieron en el trono egipcio hasta 332, año de la conquista de Alejandro Magno. "Es un quebrantador de cabezas... no conoce indul­gencia". Es esto lo que se lee del rey Narmer en una antigua inscripción, y es el terrible ademán en que está representado en la célebre "paleta de Narmer", una tablilla de pizarra de 74 centímetros de alto, que data de alrededor de 3100 a. de J.C, hallada en Hierakon-polis (la antigua Nekheb, hoy El-Kab), la ciudad sa­grada del reino prehistórico del Alto Egipto. En una cara de la paleta aparece el rey con la corona cónica del Alto Egipto, asiendo con una mano por los cabellos al enemigo ya postrado y empuñando una clava en la otra. La otra cara de la tablilla lo representa con la co­rona del Bajo Egipto, frente a una multitud de enemi­gos decapitados.


Tres eran en efecto las coronas, símbolo de la realeza: la blanca del Norte, la roja del Sur y la doble corona, formada por las dos anteriores, que simbolizaba la unidad del reino. Asimismo, el buitre era el símbolo del Alto Egipto y el áspid el del Bajo Egipto.

Egipto antes de los Faraones

Egipto antes de los Faraones


Antes de que "estallase" la civilización egipcia, es decir, en la era paleolítica, el Mar Mediterráneo estaba dividido en dos grandes cubetas por una lengua de tierra que, pa­sando por la isla de Malta, unía Túnez a Italia. Un inmen­so anillo de tupidos bosques lo ceñía, y en lugar del Nilo había una cadena de vastas lagunas y espesuras que llega­ban hasta el mar. La fauna europea se mezclaba entonces con la del norte de África; razas mediterráneas alpinas, confundidas con especies somalíes y beréberes, vivían en una especie de edén sin confines.


Entre el 10.000 y el 8000 a.C. un cataclismo - que se es­taba gestando desde hacía tiempo - ocasiona profundos cambios en la superficie del globo terráqueo: el puente tendido entre Túnez e Italia se hunde en los abismos del mar dejando, cual migajas, sólo las islas maltesas; en el norte de África los inmensos bosques se van raleando progresivamente; las desmesuradas lagunas desaparecen cediendo sitio a desiertos de roca y arena. El Nilo empie­za a tomar su trazado definitivo, y cada vez más se pare­ce a una gigantesca serpiente que desde el corazón del África corre junto al Mar Rojo hasta volcar sus aguas en el Mediterráneo.

Entre el 8000 y el 5000 a.C. tanto en el Alto como en el Bajo Egipto hay un continuo desplazamiento de indivi­duos: son pueblos procedentes de Asia, del centro de Áfri­ca y del Occidente, son tal vez los sobrevivientes de la le­gendaria Atlántida. Pero la tierra del Nilo se vuelve cada vez menos hospitalaria: el desierto va cerrando sus tenazas e invadiéndola implacablemente, al par que las crecidas del imponente río borran sus orillas sepultándolas bajo ca­pas de barro viscoso. Mas he aquí que en el cuarto milenio aparece en este escenario un pueblo extraordinario, un pueblo capaz de encauzar las aguas cenagosas a lo largo de miles de kilómetros y de coordinar el trabajo agrícola en millares y millares de hectáreas; un pueblo que funda aldeas y ciudades y crea la más vasta sociedad organizada que jamás había existido. Pálidos destellos ofrecen expe­riencias similares, florecidas sólo en Mesopotamia (Uruk, Ur, Lagash), y no es posible localizar sus orígenes más que volviendo nuestros ojos hacia el hipotético continente de Atlántida, cuya existencia supuso, tres mil años después, el sabio Platón.


Los mismos egipcios afirman que su historia comienza con el reinado de Osiris, y que antes que él ya habían exis­tido otros tres grandes reinos divinos: el Reino del Aire, gobernado por Shu; el Reino del Espíritu, cuyo señor era Ra; y el Reino de la Tierra, en manos de Geb. En estos rei­nos parecen estar representadas las eras anteriores a la nuestra, y en el de Geb la Era de Atlántida. Osiris, el dios-rey y hombre, está recordado como un monarca de ilimitada bondad y sabiduría, que reúne a las tribus nómadas y les enseña a trocar el daño de las inundaciones en benefi­cio; a rechazar al desierto árido y seco, siempre al acecho, con la irrigación y la labranza de la tierra; a sembrar el tri­go para poder disfrutar de harina y pan; a cultivar la uva para transformarla en vino y la cebada en cerveza. Al mis­mo tiempo, Osiris entrega a las tribus nómadas los rudi­mentos para la extracción y elaboración de los metales, y con el sabio Thot les enseña la escritura y las artes. Cum­plida su misión, deja en el trono a su amada esposa y co­laboradora Isis y se marcha hacia las tierras de Oriente (Mesopotamia) para instruir a los otros pueblos. A su re­greso, su hermano Seth le prepara una celada y lo mata, se apodera del trono y esparce sus miembros por todo Egip­to. Su desconsolada esposa reúne los pedazos de Osiris, y con la ayuda del fiel Anubis recompone su cuerpo. Se pro­duce entonces el milagro: gracias a las lágrimas de Isis, Osiris resucita y sube a los cielos tras dejarle un hijo: Horus. Ya adulto, éste se enfrenta con su malvado tío, derro­ta al usurpador y retoma la obra de su divino padre.


La cultura de Egipto antes de los Faraones


De esta aurora de los tiempos, en la que historia y le­yenda se confunden con las imágenes de Atlántida o del "planeta Egipto", es mudo testigo ese monumento único y sin edad que es la Gran Esfinge.


La construcción de la Esfinge se atribuye a Kefrén (ha­cia 2550 a.C), pero ningún elemento técnico, arquitectó­nico ni de lógica continuidad la vincula a la Gran Pirámi­de y a los monumentos de ese Faraón. La representación del cuerpo de león con cabeza humana invierte la clásica visión de los dioses, con el cuerpo humano y la cabeza de animal (leonina en la pareja primigenia), y acentúa el mis­terio de este colosal ideograma: ¿es un monumento que el antiguo pueblo dedica a su primer rey, el gran Osiris, una piedra miliaria hincada entre la vida terrenal y la celeste?


El pueblo elegido de seis mil años ha se divide en dos grandes zonas de características bien diferenciadas: el Al­to Egipto, en el valle del Nilo, que desde el Sur serpentea hacia el Norte con un curso de centenares de kilómetros; y el Bajo Egipto, bañado por los innumerables canales del Delta que se extienden por aproximadamente 150 km.


El Alto Egipto, es decir, el territorio de Egipto que se ex­tiende al sur de la Esfinge, tiene una faja de tierra cada vez más estrecha y menos generosa; al aumentar las dificulta­des y complicaciones de la vida cotidiana se acentúa tam­bién la necesidad de encerrarse, de reunirse en grupos hu­manos preocupados sobre todo por los problemas internos.


El Bajo Egipto es, en cambio, una tierra generosa, cuya densa población mantiene un contacto continuo con los otros pueblos a través de infinitas vías que favorecen las actividades mercantiles, por tierra y por mar; por consi­guiente, en la tierra del Delta florecen comunidades abier­tas, autosuficientes, en continua ebullición.